El silencio de mis nietos: una abuela en busca de respuestas
—¿Por qué ya no me contestas, mi niña? —susurré al teléfono, esperando que la voz de Camila, mi nieta mayor, rompiera el silencio. Pero solo escuché el pitido frío del buzón de voz. Era la tercera vez esa semana. Antes, Camila me llamaba todos los días después de la escuela. Me contaba sobre sus clases, sus amigas, hasta sobre el chico que le gustaba en sexto grado. Ahora, ni un mensaje, ni una llamada.
Al principio pensé que era cosa de la adolescencia. Pero algo en mi pecho me decía que no era solo eso. Mi nuera, Mariana, siempre fue reservada conmigo, pero nunca me negó a mis nietos. Yo fui quien la ayudó cuando mi hijo, Andrés, se quedó sin trabajo y tuvieron que mudarse a mi casa en el barrio San Martín, en las afueras de Buenos Aires. Les cocinaba, cuidaba a los chicos mientras ellos buscaban trabajo, hasta vendí mis anillos para ayudarles con la mudanza cuando por fin consiguieron un departamento propio.
—Mamá, Mariana dice que Camila está muy ocupada con la escuela —me explicó Andrés una tarde por teléfono—. No te preocupes tanto.
Pero yo conocía a mi hijo. Su voz sonaba cansada, como si escondiera algo. Y Mariana… ella ya no respondía mis mensajes con los mismos emojis alegres de antes. Un día fui a su casa sin avisar. Toqué el timbre y escuché risas adentro. Cuando Mariana abrió la puerta, su sonrisa era tensa.
—¡Hola, señora Marta! Justo estábamos por salir —dijo, bloqueando la entrada con el cuerpo.
—Solo quiero ver a las chicas un ratito —insistí.
—Están haciendo tarea… y después tienen clase de inglés por Zoom —respondió, bajando la mirada.
Sentí que algo se rompía adentro mío. Caminé de regreso a casa bajo la lluvia fina del otoño porteño, preguntándome qué había hecho mal. ¿Había sido demasiado estricta? ¿Demasiado entrometida?
Los días pasaron y el silencio se volvió insoportable. En el supermercado, veía a otras abuelas con sus nietos y sentía una punzada de envidia. Una tarde, decidí escribirle una carta a Camila y dejarla en el buzón de su edificio:
«Mi querida Cami: Te extraño mucho. Si necesitas hablar o si algo te preocupa, aquí estoy siempre para vos. Te quiero mucho. Tu abuela Marta.»
No recibí respuesta.
Una semana después, recibí una llamada inesperada de mi hermana Lucía desde Córdoba.
—Marta, me encontré con Mariana en la feria del libro. Me dijo que estabas muy encima de las chicas… que las presionabas mucho con las tareas y que te metías en decisiones que no te correspondían.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Eso pensaba Mariana de mí? ¿Que era una carga? Recordé todas las veces que le di consejos sobre cómo criar a las chicas o cómo manejar su matrimonio con Andrés. ¿Había cruzado un límite sin darme cuenta?
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar las fotos de mis nietas en la repisa: Camila con su uniforme escolar, Sofi disfrazada de hada en su cumpleaños. Lágrimas silenciosas rodaron por mis mejillas.
Decidí enfrentar a Mariana. La llamé y le pedí vernos a solas en una cafetería del centro.
—Mariana, necesito saber qué pasa —le dije apenas nos sentamos—. Siento que me están alejando de las chicas y no entiendo por qué.
Ella bajó la mirada y jugó nerviosa con la taza de café.
—Marta… yo sé que usted siempre quiso ayudar. Pero a veces siento que me juzga… que no confía en cómo crío a mis hijas. Cuando usted está cerca, las chicas se confunden porque usted les dice una cosa y yo otra…
Me quedé helada. Nunca quise hacerle sentir eso.
—Solo quería ayudarlas… —susurré.
—Lo sé —dijo Mariana suavemente—. Pero necesito espacio para ser mamá a mi manera.
Salí del café con el corazón apretado pero también con una nueva claridad. Había confundido amor con control, ayuda con intromisión. Lloré todo el camino a casa, pero también sentí alivio al entender el verdadero motivo del distanciamiento.
Esa noche llamé a Andrés y le pedí perdón por no haber respetado los límites de su familia.
—Mamá… vos siempre fuiste el sostén de todos nosotros —me dijo él—. Pero ahora nos toca a nosotros aprender a ser padres…
Con el tiempo, Mariana me permitió ver a las chicas poco a poco. Empecé a escuchar más y opinar menos. Aprendí a disfrutar los momentos pequeños: una videollamada corta, un dibujo hecho por Sofi, un mensaje de Camila preguntando por mi receta de empanadas.
Hoy sigo extrañando aquellos días en que mis nietas corrían a abrazarme sin reservas. Pero también entiendo que el amor verdadero sabe soltar cuando es necesario.
A veces me pregunto: ¿cuántas abuelas como yo han sentido este dolor silencioso? ¿Cuántas veces confundimos amor con querer controlar? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?