Sombras en la Cuna: El Secreto de los Gemelos
—¡No te acerques a mis hijos!—grité con la voz quebrada, apretando a Emiliano y Lucía contra mi pecho. El eco de mis palabras rebotó en las paredes húmedas del departamento, mientras la silueta oscura se desvanecía tras la puerta. Era la tercera vez esa semana que sentía esa presencia, ese frío inexplicable que recorría el pasillo cada noche desde que volví del hospital con los gemelos.
Nunca imaginé que la maternidad sería así. Siempre fui terca, independiente, y cuando cumplí 36 años decidí que no necesitaba a nadie para formar una familia. El proceso de inseminación fue largo y solitario, pero cuando vi las dos caritas idénticas en la ecografía, supe que todo valía la pena. Mi mamá, Doña Teresa, me apoyó a regañadientes: “¿Y si te pasa algo? ¿Quién va a cuidar a esos niños?” Yo le respondía con una sonrisa forzada: “Mamá, soy más fuerte de lo que crees.”
Pero nada me preparó para el miedo. La primera noche en casa, mientras amamantaba a Lucía, sentí un susurro helado en mi oído: “No estás sola.” Pensé que era el cansancio, pero luego vi la sombra: alta, encorvada, acechando desde el umbral del cuarto. Cerré los ojos y recé como me enseñó mi abuela en Veracruz.
Los días pasaron entre pañales, llantos y visitas de mi hermana Mariana, que siempre traía chismes del barrio y comida caliente. Pero cada noche, cuando el silencio caía sobre la colonia Narvarte, el miedo volvía. Una vez encontré la cuna de Emiliano meciéndose sola. Otra noche, las luces parpadearon y escuché pasos en el pasillo. Llamé a mi mamá llorando:
—Mamá, aquí hay algo raro…
—Eso te pasa por andar sola en la vida. ¿Por qué no te vienes unos días a la casa?
Pero yo no quería huir. Quería entender qué pasaba. Una tarde, mientras bañaba a los bebés, Mariana llegó corriendo:
—¡Vi a un hombre parado afuera! Tenía un sombrero viejo y miraba hacia tu ventana.
El corazón se me detuvo. No tenía pareja, ni exnovios obsesivos. ¿Quién podía ser? Decidí instalar una cámara vieja que tenía guardada. Esa noche, revisé las grabaciones y vi claramente la figura: un hombre alto, con el rostro cubierto por la sombra del sombrero. No hacía nada, solo miraba hacia adentro.
La paranoia me consumía. Dejé de dormir. Empecé a investigar sobre el donante de esperma, pero la clínica solo me dio datos básicos: “Varón mexicano, 1.80 m, ojos oscuros.” Nada más. Sentí rabia e impotencia.
Un día, mientras cambiaba a Lucía, noté una mancha de nacimiento en su espalda: una pequeña luna creciente. Me quedé helada. Esa misma marca la tenía mi abuelo Julián, un hombre del que nadie hablaba mucho desde que desapareció misteriosamente en los años 70.
Esa noche enfrenté a mi mamá:
—¿Por qué nunca hablamos del abuelo Julián? ¿Por qué Lucía tiene su marca?
Mi mamá palideció y se sentó pesadamente en la mesa.
—Tu abuelo… era un hombre complicado. Se fue una noche y nunca volvió. Dicen que andaba metido en cosas raras… brujería, promesas incumplidas.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Y si esa sombra era él? ¿Y si había vuelto por los gemelos?
Las semanas siguientes fueron un torbellino de miedo y revelaciones. Un día encontré una carta vieja escondida entre los libros de mi mamá. Era de Julián: “Si algún día regreso, será por lo que me pertenece.”
Esa noche la sombra entró al cuarto. No podía moverme ni gritar; sentí un peso sobre el pecho y vi cómo se inclinaba sobre Emiliano. De pronto, Lucía empezó a llorar con una fuerza inhumana y la sombra retrocedió.
Desperté empapada en sudor. Decidí buscar ayuda en la iglesia del barrio. El padre Esteban escuchó mi historia con atención:
—A veces los muertos no descansan porque dejaron asuntos pendientes. Tal vez tu abuelo quiere protegerlos… o reclamar algo suyo.
Volví a casa con agua bendita y crucifijos colgados en cada esquina. Las noches se hicieron más tranquilas, pero el miedo nunca se fue del todo.
Un día Mariana llegó con una noticia inesperada:
—Encontraron restos humanos en un terreno baldío cerca de donde vivía el abuelo Julián.
Mi mamá lloró durante horas. Decidimos hacer una misa para despedirlo finalmente. Desde entonces, la sombra no volvió.
Hoy veo a Emiliano y Lucía jugar bajo el sol del parque y me pregunto si algún día podré contarles toda la verdad sobre su origen y el legado oscuro que cargan.
A veces me quedo mirando sus caritas dormidas y pienso: ¿Cuánto de nuestro destino está escrito antes de nacer? ¿Y cuánto podemos cambiar con amor y valentía? ¿Ustedes qué harían si tuvieran que proteger a sus hijos de los fantasmas del pasado?