La última Navidad de Don Ernesto
—¿Ya viste cómo tiembla la mano de papá? —susurró Susana, mientras cortaba las papas para la ensalada rusa.
Yo asentí, aunque no quería mirar. El bullicio de la casa, los niños corriendo entre los muebles, el olor a pavo horneado y el sonido de los villancicos en la radio no lograban tapar el miedo que se colaba por las rendijas de la cocina. Afuera, el calor húmedo de diciembre en Veracruz hacía sudar los cristales. Adentro, el aire era denso, cargado de palabras no dichas.
—No digas eso delante de mamá —le respondí en voz baja—. Sabes cómo se pone.
Susana dejó caer el cuchillo sobre la tabla y se limpió las manos en el delantal. —No podemos seguir fingiendo que todo está bien. Ayer ni siquiera pudo levantar a Emiliano para que pusiera la estrella en el árbol. ¿Te acuerdas cómo lo hacía antes? Lo alzaba como si fuera una pluma.
Me mordí el labio. Sí, me acordaba. Me acordaba de papá bailando con nosotros en brazos, de sus carcajadas llenando la casa, de su voz fuerte llamándonos para cenar. Pero ahora, Don Ernesto apenas podía sostenerse en pie después de servir los tamales.
Mamá entró en la cocina con una bandeja de buñuelos y nos miró con esos ojos que todo lo ven. —¿De qué hablan?
—De nada, mamá —dije rápido—. Solo que la mayonesa se acabó.
Ella suspiró y dejó la bandeja sobre la mesa. —No me mientan. Sé lo que pasa. Pero esta noche nadie va a llorar. Esta noche celebramos.
La vi temblar un poco al decirlo, pero se mantuvo firme. Así era mamá: una roca en medio del mar embravecido.
La casa estaba llena: mis tíos, mis primos, hasta la tía Lupe que siempre decía que no podía viajar desde Puebla pero nunca faltaba cuando olía a fiesta. Todos hablaban fuerte, reían más fuerte aún, como si el ruido pudiera espantar la tristeza.
Papá estaba sentado en su sillón favorito, mirando el árbol de Navidad con una sonrisa cansada. Emiliano, mi hijo menor, se le acercó con una caja envuelta en papel brillante.
—Abre tu regalo, abuelito —le dijo con esa voz dulce que solo los niños tienen.
Papá abrió el paquete con manos torpes. Era una bufanda tejida por Susana. La acarició como si fuera oro puro y luego miró a Emiliano.
—Gracias, campeón. Me va a hacer falta este invierno —bromeó, aunque todos sabíamos que aquí nunca hacía frío.
La risa se apagó un poco. Nadie quería pensar en lo que iba a hacer falta realmente.
Después de la cena, cuando los niños ya estaban dormidos y los adultos nos quedamos alrededor de la mesa con café y pan dulce, papá pidió la palabra.
—Quiero decirles algo —empezó, y todos guardamos silencio—. Esta puede ser mi última Navidad con ustedes…
Mamá intentó interrumpirlo, pero él levantó la mano.
—Déjenme hablar. No quiero lágrimas ni promesas vacías. Solo quiero que sepan que he sido feliz. Que cada uno de ustedes me ha dado más de lo que merezco. Y que si mañana no despierto, no quiero que me recuerden con tristeza, sino con alegría.
Susana rompió a llorar. Yo sentí un nudo en la garganta tan grande que apenas podía respirar.
—Papá… —balbuceé— No digas eso…
Él sonrió y me tomó la mano.
—Hija, todos tenemos nuestro tiempo. El mío ya se está acabando y está bien. Lo único que me preocupa es que ustedes sigan juntos cuando yo no esté.
Mi tío Jorge, siempre tan duro, se levantó y abrazó a papá sin decir palabra. Mamá lloraba en silencio, apretando su rosario entre los dedos.
Esa noche nadie durmió bien. Escuché a Susana rezando en su cuarto, a mamá sollozando bajito en la cocina. Yo salí al patio y miré las estrellas, buscando respuestas donde solo había silencio.
Al día siguiente, mientras recogíamos los platos y barríamos los restos de confeti del piso, Susana me tomó del brazo.
—¿Crees que estamos listos para dejarlo ir?
No supe qué responderle. ¿Quién está listo para perder a su padre? ¿Quién puede prepararse para ese vacío?
Los días pasaron lentos después de esa Navidad. Papá fue apagándose poco a poco, como una vela al final de su mecha. Pero nunca dejó de sonreírnos ni de pedirnos que nos cuidáramos unos a otros.
El día que partió, la casa estaba llena otra vez: risas mezcladas con lágrimas, recuerdos flotando en el aire como polvo dorado bajo el sol del atardecer.
Hoy, cada vez que preparo ensalada rusa o escucho un villancico en diciembre, siento su presencia a mi lado. Y me pregunto si supimos aprovechar el tiempo juntos o si dejamos que el miedo nos robara momentos valiosos.
¿Ustedes también han sentido ese miedo a perder a alguien? ¿Cómo se despide uno realmente del amor más grande de su vida?