¿Por qué mamá y papá no se quedaron juntos?

—¿Por qué mamá y papá no se quedaron juntos?—. Esa pregunta me retumba en la cabeza desde que tengo memoria. Recuerdo el día que llegamos al pueblo, mi madre y yo, con dos maletas viejas y los ojos hinchados de tanto llorar. Apenas tenía tres años, pero la imagen de mi abuela Rosa esperándonos en la puerta de la casa, con el ceño fruncido y el delantal manchado de harina, nunca se me va a borrar.

—Todo lo hiciste a tiempo, Lucía— le dijo a mi madre con esa voz que cortaba el aire como cuchillo—. Estudiaste, te casaste, tuviste una hija y ahora te divorciaste. ¿Y ahora qué?

Mi madre no respondió. Solo me apretó la mano y entramos juntas a la casa, como si cruzar ese umbral fuera a protegernos de todo lo que habíamos dejado atrás en la ciudad: los gritos, las discusiones, el silencio frío de mi padre cuando llegaba tarde y no me miraba a los ojos.

Crecí entre los murmullos del pueblo. En San Miguel todos se conocen y nadie olvida. «La hija de Lucía, la que volvió sola», decían las vecinas mientras barrían la vereda. Yo aprendí a caminar entre sus miradas y suspiros, preguntándome si algún día mi historia dejaría de ser tema de conversación.

Mi abuelo Ernesto era distinto. Él me enseñó a montar bicicleta en el patio trasero y me contaba historias de cuando era joven y cruzaba el río para ir a vender maíz al mercado. Pero nunca hablaba de mi padre. Nadie lo hacía. Era como si mencionar su nombre fuera abrir una herida que todos preferían dejar cerrada.

Una tarde, cuando tenía siete años, escuché a mi madre llorar en la cocina. Me acerqué despacio y la vi sentada frente a una carta arrugada. No me vio entrar. —¿Por qué no pudimos ser felices?— susurró, como si le hablara a un fantasma. Yo quise abrazarla, pero me quedé quieta, sintiendo que había algo en esa tristeza que no podía entender.

En la escuela también era diferente. Los niños preguntaban por mi papá y yo inventaba historias: que era marinero, que trabajaba lejos, que volvería algún día con regalos y cuentos del mundo. Pero en el fondo sabía que mentía para protegerme del vacío.

A los doce años, durante una fiesta patronal, vi a mi madre bailar con un hombre del pueblo. Mi abuela la miraba desde lejos, desaprobando cada paso. Cuando volvimos a casa esa noche, discutieron fuerte.

—¿No te basta con la vergüenza que ya pasamos?— gritó mi abuela.

—¡No soy una vergüenza!— respondió mi madre entre lágrimas—. Solo quiero ser feliz.

Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio. Sentí que la culpa de todo era mía: si yo no hubiera nacido, tal vez ellos seguirían juntos; si yo fuera diferente, tal vez mi madre podría rehacer su vida sin cargar con el peso del pasado.

Los años pasaron y aprendí a convivir con las ausencias. Mi madre trabajaba en la panadería del pueblo y yo ayudaba después de clases. A veces llegaban cartas de mi padre, pero ella nunca me las mostró. Un día, encontré una escondida entre sus cosas. Decía: «Perdóname por no saber ser padre. No supe cómo quedarme».

Esa noche enfrenté a mi madre.

—¿Por qué nunca me hablaste de él? ¿Por qué nunca me dejaste verlo?

Ella se quedó callada mucho tiempo antes de responder:

—Porque tenía miedo de que te hiciera daño como me lo hizo a mí.

No supe qué decirle. Sentí rabia, tristeza y compasión al mismo tiempo. ¿Era justo cargarme con sus miedos? ¿Era justo crecer sin respuestas?

A los diecisiete años decidí buscarlo. Conseguí su dirección en una vieja agenda que encontré entre las cosas de mi abuelo. Tomé un bus a la ciudad sin avisar a nadie. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.

Cuando llegué a su departamento, una mujer abrió la puerta. Tenía el cabello recogido y una sonrisa amable.

—¿Buscas a Ricardo?

Asentí con la cabeza.

—¿Eres su hija?

No pude responderle; solo sentí las lágrimas correr por mis mejillas.

Mi padre salió poco después. Me miró como si viera un fantasma.

—Karla… —susurró mi nombre como si le doliera pronunciarlo.

Nos sentamos en la sala y hablamos por horas. Me contó su versión: que amaba a mi madre pero no supo cómo enfrentar las dificultades; que el trabajo lo absorbía; que el miedo al fracaso lo paralizó; que huyó porque pensó que así nos haría menos daño.

No sé si le creí todo, pero por primera vez sentí que tenía derecho a escuchar su historia también.

Volví al pueblo con más preguntas que respuestas. Mi madre lloró cuando le conté lo que había hecho, pero no me regañó. Solo me abrazó fuerte y me dijo:

—Ojalá algún día puedas perdonarnos a los dos.

Hoy tengo veinticinco años y sigo viviendo en San Miguel. Trabajo como maestra en la escuela primaria y cada vez que veo a un niño mirar hacia la puerta esperando a sus padres, siento un nudo en el estómago.

He aprendido que las familias no siempre son como uno sueña; que el amor puede doler tanto como sanar; que los silencios pesan más que las palabras.

A veces me pregunto: ¿Cuántos niños en nuestros pueblos crecen con preguntas sin respuesta? ¿Cuántas madres cargan culpas ajenas? ¿Cuántos padres huyen porque no saben cómo quedarse?

¿Será posible algún día romper este ciclo? ¿O estamos condenados a repetir las mismas historias una y otra vez?