Un Espejo Roto: La Historia de Mariana y la Traición
—¿Por qué, Julián? ¡Dímelo de una vez! —grité, con la voz quebrada y el corazón hecho trizas.
Él no me miraba. Sus ojos clavados en el suelo, las manos temblorosas. Yo sostenía los papeles impresos que acababa de encontrar en su maletín: extractos bancarios de una cuenta que no conocía, a nombre de él solo. El silencio era tan denso que sentía que me ahogaba.
No era la primera vez que discutíamos por dinero, pero esto era diferente. Esto era traición. En ese instante, mi vida perfecta —o lo que yo creía perfecta— se desmoronó como un castillo de naipes. Nuestra casa en el barrio San Isidro de Lima, los domingos familiares con mis padres y mis suegros, las fotos sonrientes en la sala… todo parecía una mentira.
—No es lo que piensas, Mariana —balbuceó Julián, pero yo ya no podía escucharlo. Mi mente corría a mil por hora: ¿desde cuándo planeaba esto? ¿Qué hice mal? ¿Y nuestros hijos?
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo y no reconocí a la mujer frente a mí. Ojeras profundas, el maquillaje corrido, la boca apretada por la rabia. «¿Cómo llegué aquí?», me pregunté. Recordé cuando conocí a Julián en la universidad San Marcos: él era divertido, soñador, siempre hablaba de tener una familia grande. Yo creí en ese sueño. Pero ahora…
Al día siguiente, mi mamá vino a visitarme. Sabía que algo andaba mal porque no paraba de preguntarme si estaba enferma o si Julián me había hecho algo. No pude más y le conté todo. Ella se quedó callada un momento y luego me abrazó fuerte.
—Hija, los hombres a veces son cobardes. Pero tú eres fuerte. No dejes que esto te destruya —me susurró.
Pero yo ya sentía que estaba destruida. Los días siguientes fueron una pesadilla: Julián dormía en el sofá, los niños preguntaban por qué papá estaba tan serio, y yo apenas podía fingir normalidad para llevarlos al colegio. En el trabajo, mi jefa notó mi distracción y me llamó la atención.
Una tarde, mientras recogía a Luciana y Matías del colegio, vi a la mamá de una compañera mirándome con lástima. Supe que los rumores ya habían empezado a circular. En Lima, los chismes vuelan más rápido que el tráfico en Javier Prado.
Esa noche enfrenté a Julián de nuevo.
—¿Para qué era esa cuenta? ¿Me ibas a dejar sin decirme nada? ¿Y los niños?
Él suspiró largo y por fin me miró a los ojos.
—No sé cómo llegamos a esto, Mariana. Me sentía atrapado… pensé que si tenía un colchón podría irme sin problemas. Pero no tuve el valor.
Sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Cómo puede uno amar y odiar tanto al mismo tiempo?
Pasaron semanas así. Mis amigas me decían que lo echara de la casa, que no merecía ni una lágrima más. Mi papá quería ir a buscarlo para «ponerlo en su sitio». Pero yo no sabía qué hacer. Tenía miedo: miedo al futuro, miedo a estar sola, miedo al qué dirán.
Un día, mientras lavaba los platos, Luciana se me acercó y me abrazó por la cintura.
—Mamá, ¿vas a llorar otra vez?
Me arrodillé para mirarla a los ojos.
—No, hijita. Ya no voy a llorar más —le prometí, aunque no estaba segura de poder cumplirlo.
Esa noche tomé una decisión: necesitaba ayuda. Fui a ver a la psicóloga del centro comunitario del barrio. Le conté todo entre sollozos y ella me escuchó sin juzgarme.
—Mariana, tú vales mucho más de lo que crees. No eres responsable de las decisiones de Julián. Pero sí puedes decidir qué hacer con tu vida ahora —me dijo.
Empecé a ir cada semana. Poco a poco fui recuperando fuerzas. Hablé con Julián sobre terapia de pareja, pero él se negó. «No creo en esas cosas», dijo seco.
Entonces entendí que tenía que pensar en mí y en mis hijos primero. Busqué asesoría legal; temblaba al pensar en el divorcio, pero la abogada fue clara: «Tienes derechos, Mariana. No estás sola».
La noticia del proceso legal llegó rápido a toda la familia. Mi suegra vino llorando a pedirme que lo pensara bien: «Piensa en los niños, hijita». Pero yo ya había pensado demasiado en todos menos en mí misma.
El día que Julián se fue definitivamente de la casa fue silencioso y triste. Los niños lloraron; yo también lloré cuando cerré la puerta tras él. Pero esa noche dormí mejor que en meses.
Con el tiempo aprendí a vivir sola con mis hijos. Descubrí que podía arreglar cosas en casa sin ayuda; que podía reírme otra vez; que podía salir con amigas sin sentir culpa. Empecé un pequeño negocio vendiendo postres caseros por WhatsApp; mis vecinos me apoyaron mucho.
No fue fácil: hubo días en los que sentí ganas de rendirme, noches en las que extrañé hasta las peleas con Julián porque al menos no estaba sola. Pero cada vez que veía a Luciana y Matías dormir tranquilos, sentía que todo valía la pena.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto he cambiado. Ya no soy la Mariana temerosa que dependía de un hombre para sentirse completa. Ahora sé que puedo con todo lo que venga.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántas se atreven a romper el ciclo? ¿Y tú… te atreverías a empezar de nuevo si tu vida se rompiera en mil pedazos?