El mensaje que nunca debí guardar
—¿Por qué tienes esto guardado, Mariana? —La voz de Diego temblaba mientras sostenía mi teléfono en la mano, la pantalla iluminando su rostro pálido en la penumbra de nuestra sala.
Me quedé helada. El sudor frío me recorría la espalda. Había dejado el celular sobre la mesa, solo por un momento, mientras preparaba café para mamá. No pensé que Diego, mi hermano menor, fuera a curiosear. Pero ahí estaba, con los ojos clavados en el mensaje que nunca debí guardar: “Tu código de acceso es 4821. No lo compartas con nadie. Banco Nacional”.
—¡Dámelo! —le grité, corriendo hacia él. Pero Diego retrocedió, apretando el teléfono contra su pecho.
—¿Estás metida en algo raro? ¿Por qué tienes mensajes del banco con códigos? ¿No sabes lo que le pasó a la tía Lucía?
La mención de Lucía me atravesó como un cuchillo. Hace seis meses, mi tía perdió todos sus ahorros por un fraude. Un tipo se hizo pasar por empleado del banco y, con solo un par de mensajes y llamadas, vació su cuenta. Desde entonces, mamá nos repite como mantra: “No guarden nada importante en el celular. El teléfono en manos equivocadas es como dejar la puerta abierta de noche”.
Pero yo no aprendí la lección. O quizá sí la aprendí, pero la vida me empujó a ignorarla.
—No es lo que piensas —susurré, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Solo… necesitaba tenerlo a mano. Por si acaso.
Diego me miró con una mezcla de miedo y decepción. Tenía diecisiete años, pero esa noche parecía mucho mayor. Había visto demasiado para su edad: papá desaparecido, mamá trabajando doble turno en el hospital, yo intentando sostener la casa con trabajos temporales y una beca universitaria que apenas alcanzaba para los libros.
—¿Por si acaso qué? —insistió—. Mariana, ¿te metiste en líos?
Me senté en el sillón y me tapé la cara con las manos. No quería llorar delante de él, pero las lágrimas salieron igual.
—Debo dinero —admití al fin—. Mucho dinero. Y no sé cómo salir de esto.
Diego se sentó a mi lado, todavía con el teléfono en la mano.
—¿A quién le debes?
—A una financiera —dije, bajando la voz—. Me ofrecieron un préstamo rápido para pagar la matrícula de la universidad y ayudar a mamá con las cuentas. Pero los intereses… son imposibles.
Diego guardó silencio unos segundos. Luego me devolvió el teléfono.
—¿Y si alguien más lo encuentra? ¿Y si te roban?
No tenía respuesta. Sabía que era un riesgo enorme guardar esos mensajes: los códigos del banco, las notificaciones de transferencias, hasta las fotos del recibo del préstamo. Pero cada vez que pensaba en borrar todo, el miedo a olvidar algún dato importante me paralizaba.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, repasando cada decisión que me había traído hasta aquí. Recordé cuando papá aún vivía con nosotros y todo parecía más fácil; cuando mamá sonreía más seguido y Diego no tenía esa sombra en los ojos.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos pan dulce y café recalentado, mamá entró apurada con su uniforme blanco arrugado.
—¿Todo bien? —preguntó, notando el silencio tenso entre Diego y yo.
—Sí, má —contestamos al unísono.
Pero Diego no tardó en explotar.
—Mamá, Mariana está guardando cosas peligrosas en el celular. Mensajes del banco y cosas así.
Mamá dejó caer la taza sobre la mesa. El café se derramó como una mancha oscura entre nosotros.
—¡Mariana! ¿Cómo se te ocurre? ¿No aprendiste nada de lo que le pasó a Lucía?
Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Por qué tenía que ser yo siempre la responsable? ¿Por qué nadie veía lo difícil que era cargar con todo?
—¡No es tan fácil! —grité—. ¡Ustedes no entienden! Si pierdo esos datos, pierdo el control de todo: las cuentas, los pagos… ¡Nuestra casa!
Mamá se sentó a mi lado y me tomó la mano.
—Mi amor —dijo suavemente—, prefiero perderlo todo antes que perderte a ti o a Diego por culpa de un mensaje guardado.
Me quebré otra vez. Mamá tenía razón: ningún dinero valía nuestra seguridad. Pero ¿cómo explicarle que sin ese control sentía que todo se desmoronaría?
Esa tarde fui al cibercafé del barrio para imprimir unos papeles de la universidad. Mientras esperaba mi turno, escuché a dos señoras hablando sobre una nueva estafa: “Ahora te mandan mensajes haciéndose pasar por tu banco y te piden los códigos… Una vecina perdió hasta el bono alimentario”.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Miré mi celular y pensé en todos los mensajes que había acumulado: contraseñas, códigos temporales, notificaciones de pagos atrasados… Todo ahí, al alcance de cualquiera si me robaban o hackeaban el teléfono.
De regreso a casa, vi a Diego jugando fútbol en la calle con sus amigos. Me acerqué y le pedí que viniera conmigo al parque.
Nos sentamos bajo un árbol enorme, donde solíamos ir cuando éramos niños y papá aún nos llevaba a comer helado los domingos.
—Perdón por gritarte anoche —le dije—. Solo… tengo miedo. No quiero que nada malo les pase a ustedes ni a mamá.
Diego me miró serio.
—Yo también tengo miedo —admitió—. Pero no podemos vivir así, Mariana. Si te pasa algo por esos mensajes… ¿qué hacemos?
Me quedé callada un rato largo, mirando cómo el sol se filtraba entre las hojas.
—¿Me ayudas a borrar todo? —pregunté al fin.
Diego sonrió por primera vez en días.
Esa noche nos sentamos juntos frente al celular y empezamos a borrar uno por uno todos los mensajes peligrosos: códigos bancarios, contraseñas viejas, fotos de recibos… Todo lo que pudiera poner en riesgo nuestra seguridad o nuestra paz.
Al terminar, sentí una extraña mezcla de alivio y vacío. Como si hubiera soltado una carga enorme pero también perdido algo importante: esa falsa sensación de control que me daban los datos guardados.
Mamá nos abrazó fuerte cuando le contamos lo que habíamos hecho.
—Lo más valioso que tenemos es esto —dijo señalándonos a los tres juntos—. Lo demás se puede recuperar.
Esa noche dormí mejor que en meses. Pero al despertar, una pregunta seguía rondando mi cabeza:
¿Hasta dónde estamos dispuestos a arriesgar por sentirnos seguros? ¿Vale la pena guardar secretos si pueden destruir lo que más amamos?