El Regreso de las Sombras: El Mundo de Camila al Desnudo

—¿Qué hace él aquí? —pregunté en voz baja, sintiendo cómo el sudor frío me recorría la espalda mientras el reloj marcaba las 9:02 am. La sala de juntas del piso 23, con sus ventanales que daban a la caótica Ciudad de México, se volvió de pronto demasiado pequeña. Mi asistente, Mariana, me miró con ojos grandes, sin entender mi reacción. Nadie más en la sala sabía que ese hombre de cabello canoso y mirada cansada era mi padre, el mismo que me abandonó cuando tenía siete años.

Me llamo Camila Torres. Tengo 37 años y soy directora regional de una multinacional. Siempre creí que el éxito era el mejor escudo contra el dolor del pasado. Pero esa mañana, cuando vi a mi padre entrar como consultor externo contratado por la empresa, sentí que todo lo que había construido podía desmoronarse en un instante.

—Camila, ¿estás bien? —me susurró Mariana.

No respondí. Mi mente se llenó de recuerdos: la noche en que mi mamá lloraba en la cocina, los gritos ahogados tras la puerta del baño, las promesas rotas. «Voy por cigarros y regreso», dijo él aquella vez. Nunca volvió. Hasta hoy.

La reunión comenzó. Mi voz temblaba al presentar los resultados trimestrales. Sentía su mirada sobre mí, como si quisiera decirme algo sin palabras. Cuando terminó la junta, todos salieron menos él.

—Camila… —dijo con voz ronca—. Necesito hablar contigo.

Me quedé inmóvil. Quise gritarle, preguntarle por qué había vuelto justo ahora, cuando por fin sentía que tenía el control de mi vida. Pero solo pude mirarlo fijamente.

—¿Por qué ahora? —logré decir al fin—. ¿Por qué después de treinta años?

Él bajó la cabeza. —No tienes idea de cuánto lo he lamentado. Sé que no puedo pedirte perdón así nada más… pero necesitaba verte.

Sentí rabia, tristeza y una punzada de esperanza. ¿Por qué esa esperanza? ¿Por qué una parte de mí aún quería escuchar sus explicaciones?

Esa noche, no pude dormir. Llamé a mi mamá, quien vive en Iztapalapa. Su voz se quebró cuando le conté lo sucedido.

—Hija, tú decides si quieres abrirle la puerta otra vez —me dijo—. Pero no te olvides de todo lo que has logrado sola.

Al día siguiente, mi padre me esperó afuera del edificio. El tráfico rugía a nuestro alrededor mientras caminábamos hacia un café cercano.

—Cuando me fui, era un cobarde —admitió—. No supe cómo enfrentar mis errores ni cómo pedir ayuda. Perdí todo: a tu madre, a ti… y después me perdí a mí mismo.

Lo escuché en silencio. Recordé los años en los que mi mamá trabajaba doble turno para pagar la renta y los útiles escolares; las veces que tuve que cuidar a mi hermano menor porque ella no podía faltar al trabajo; las navidades en las que su ausencia era un hueco imposible de llenar.

—No sé si pueda perdonarte —le dije—. No sé si quiero hacerlo.

Él asintió con lágrimas en los ojos.

Los días siguientes fueron un torbellino emocional. En la oficina, mis colegas notaron mi distracción. Mi jefe, Don Ernesto, me llamó a su despacho.

—Camila, eres la mejor en lo que haces —me dijo—. Pero recuerda: el trabajo no lo es todo. No te olvides de vivir.

Sus palabras me hicieron pensar en todo lo que había sacrificado por llegar hasta aquí: relaciones rotas, amigos distanciados, noches solitarias frente a la computadora.

Una tarde, mi hermano menor, Diego, me llamó desde Monterrey.

—¿Es cierto que papá volvió? —preguntó incrédulo.

—Sí —respondí—. No sé qué hacer.

—Haz lo que te haga bien a ti —me aconsejó—. Yo no quiero saber nada de él… pero si tú necesitas cerrar ese ciclo, hazlo.

Las semanas pasaron y mi padre seguía intentando acercarse. Me envió cartas donde contaba su vida: trabajos mal pagados en Veracruz, noches durmiendo en terminales de autobuses, intentos fallidos de rehacer su vida. Descubrí que tenía miedo; miedo de enfrentarme y miedo de sí mismo.

Un domingo decidí invitarlo a comer a casa de mi mamá. Fue una comida tensa; ella apenas le dirigió la palabra y Diego ni siquiera asistió. Pero al final, mientras lavábamos los platos juntos, mi padre me miró y dijo:

—Gracias por darme esta oportunidad, aunque sea solo para pedirte perdón cara a cara.

Esa noche lloré como no lo hacía desde niña. Me di cuenta de que el rencor era una carga demasiado pesada para seguir llevándola sola.

Poco a poco empecé a soltarlo. No fue fácil ni rápido; hubo días en los que quise volver a cerrar todas las puertas. Pero también hubo momentos en los que sentí alivio al dejar entrar un poco de luz donde antes solo había sombras.

Hoy puedo decir que sigo siendo la misma Camila fuerte y decidida… pero también soy una mujer capaz de perdonar y seguir adelante sin miedo al pasado.

A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros cargamos heridas familiares sin atrevernos a sanarlas? ¿Vale la pena seguir huyendo o es mejor enfrentar el dolor para poder vivir en paz?