El mensaje que nunca debí guardar
—¡Mamá! ¡El banco me acaba de llamar! —grité desde la sala, con el teléfono temblando en mis manos sudorosas.
Mi madre, Lucía, dejó caer la cuchara en el fregadero y corrió hacia mí, con el rostro pálido. Sabía que algo grave pasaba. En nuestra casa de Ciudad de México, los problemas siempre llegaban sin avisar, como una tormenta en pleno verano.
—¿Qué pasó, Sofía? ¿Te robaron? —preguntó, su voz quebrada por el miedo.
No supe qué responder. En la pantalla del celular, un mensaje de texto brillaba como una sentencia: “Su cuenta ha sido bloqueada. Para reactivarla, ingrese este código: 482913”. Lo había recibido hacía dos días y, por costumbre, lo guardé entre los cientos de mensajes que nunca borro. No pensé que alguien más pudiera verlo. No pensé que mi hermano menor, Diego, pudiera perder mi teléfono en el camión de regreso de la escuela.
Pero así fue. Diego, distraído como siempre, dejó mi celular en el asiento mientras jugaba con sus amigos. Alguien lo tomó. Alguien leyó mis mensajes. Y ese alguien no era una buena persona.
Esa noche no dormimos. Mi papá llegó tarde del trabajo y, al enterarse, explotó:
—¡¿Por qué no borraste ese mensaje?! ¡Siempre les digo que tengan cuidado con esas cosas! ¡En este país no se puede confiar en nadie!
Mi mamá intentó calmarlo, pero la tensión era insoportable. Yo solo podía pensar en la cuenta bancaria que compartíamos para pagar la renta y los estudios de Diego. ¿Y si ya habían vaciado todo?
A la mañana siguiente fuimos al banco. La fila era larga y el aire olía a sudor y ansiedad. Cuando por fin nos atendieron, la noticia cayó como un balde de agua fría:
—Lo siento, señora Lucía —dijo la cajera—. Alguien transfirió todo el dinero anoche. Usaron el código enviado por SMS para autorizar la operación.
Mi mamá se desmoronó en la silla. Mi papá apretó los puños y me miró con una mezcla de rabia y desesperación.
—¿Ves lo que pasa por confiar en la tecnología? —me reprochó—. Antes todo era más sencillo. Ahora basta un mensaje para perderlo todo.
Salimos del banco sin un peso y con el corazón hecho trizas. Caminamos en silencio por la avenida Insurgentes, entre el bullicio de vendedores ambulantes y el rugido de los camiones. Sentí que todos nos miraban, que todos sabían lo que había pasado.
Esa tarde discutimos como nunca antes. Diego lloraba en su cuarto, culpándose por haber perdido el teléfono. Mi papá no dejaba de gritarme que era una irresponsable. Mi mamá solo miraba por la ventana, perdida en sus pensamientos.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —pregunté entre sollozos.
—Buscar trabajo extra —respondió mi papá con voz dura—. Y tú vas a aprender a cuidar tus cosas.
Los días siguientes fueron un infierno. Empezaron a llegar llamadas extrañas a la casa. Alguien sabía nuestros nombres, nuestras direcciones, hasta el nombre del perro de Diego. Nos amenazaban con publicar nuestras fotos si no pagábamos un rescate.
—Esto ya es demasiado —dijo mi mamá una noche—. Tenemos que ir a la policía.
Pero en la delegación solo nos dieron largas.
—Eso pasa todos los días —dijo el agente, encogiéndose de hombros—. Si no tienen pruebas, no podemos hacer nada.
Salimos de ahí más asustados que antes. Empezamos a desconfiar hasta de los vecinos. Cerrábamos puertas y ventanas con doble llave y apagábamos los celulares por las noches.
Un domingo por la tarde, mientras intentábamos distraernos viendo una telenovela, sonó el timbre. Era doña Carmen, la vecina del 302.
—Lucía, ¿todo bien? Los he visto muy nerviosos últimamente —dijo con voz suave.
Mi mamá rompió en llanto y le contó todo. Doña Carmen nos abrazó y nos ofreció ayuda para buscar trabajo y asesoría legal gratuita en la parroquia.
Gracias a ella, poco a poco empezamos a salir adelante. Mi papá consiguió un turno extra como vigilante nocturno; mi mamá empezó a vender tamales en la esquina; yo di clases particulares a niños del edificio; Diego ayudaba con las tareas del hogar y cuidaba a nuestro perro Pancho.
Pero nada volvió a ser igual. Cada vez que sonaba el teléfono, sentía un escalofrío recorriéndome la espalda. Cada vez que recibía un mensaje nuevo, lo borraba sin pensarlo dos veces.
Una tarde, mientras revisaba mi celular, encontré un mensaje viejo de mi mejor amiga Valeria: “No guardes nada importante aquí, Sofi. Uno nunca sabe quién puede leerlo”.
Me reí entre lágrimas. Si tan solo hubiera hecho caso…
Ahora sé que un simple descuido puede cambiarlo todo. Que en este país hay que vivir con los ojos bien abiertos y el corazón preparado para cualquier golpe.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias más han perdido su paz por un mensaje guardado? ¿Cuándo aprenderemos a proteger lo poco que tenemos?