Año Nuevo, Viejas Heridas: Un brindis entre silencios y recuerdos

—¿Ya viste cómo Don Ernesto ni siquiera pudo cargar a Emiliano para que pusiera la estrella en el árbol? —le susurré a mi hermana Lucía mientras picaba zanahorias para la ensalada rusa. El bullicio de la cocina de mi abuela llenaba el aire con aromas de mayonesa, pollo y nostalgia.

Lucía me miró con esa mezcla de burla y tristeza que solo ella sabe poner en sus ojos. —Antes podía cargar hasta a los tres nietos juntos. Pero los años pesan, Sofi. Y no solo en los brazos.

Me quedé callada, removiendo la ensalada con más fuerza de la necesaria. Afuera, los niños corrían por el patio, esquivando las luces de bengala que mi tío Toño ya había encendido antes de tiempo. Mi mamá, como siempre, trataba de mantener la paz: —¡No corran cerca de la mesa! ¡Y tú, Toño, espera a que den las doce!

Pero la verdadera tensión no estaba en los juegos ni en los fuegos artificiales. Estaba en la sala, donde mi papá y mi abuelo Ernesto se miraban sin verse, cada uno aferrado a su vaso de sidra barata. Desde que mi papá perdió el trabajo hace dos años, las reuniones familiares se volvieron un campo minado. Mi abuelo nunca lo dice, pero todos sabemos que lo culpa por no haber «sabido aguantar» en la fábrica.

—¿Y tú qué opinas, Sofi? —me preguntó Lucía, sacándome de mis pensamientos.

—¿De qué?

—De todo esto… De papá, del abuelo… De cómo fingimos que todo está bien solo porque es Año Nuevo.

No supe qué responderle. ¿Qué podía decir? Que me dolía ver a mi papá tan callado, tan lejos del hombre alegre que era antes. Que me daba rabia el orgullo de mi abuelo, su incapacidad para abrazar o decir «te quiero» sin que le tiemble la voz. Que me cansaba esta costumbre nuestra de barrer el dolor bajo el tapete cada vez que había fiesta.

La abuela entró a la cocina con su andar lento pero firme. —¿Ya está lista la ensalada? Recuerden que a tu abuelo le gusta con mucha papa.

—Sí, abue —contesté—. Ya casi termino.

Ella me acarició el hombro. —No te preocupes tanto, hija. Los hombres son así. Se guardan todo hasta que explotan… o se enferman.

Me dieron ganas de llorar. Pero me limité a sonreírle y seguir picando.

La cena fue un desfile de platillos tradicionales: pavo relleno, romeritos, bacalao y, por supuesto, la ensalada rusa que todos criticaban pero nadie dejaba de comer. Los brindis empezaron temprano, como si quisiéramos emborracharnos antes de enfrentar lo inevitable: el recuento del año, las promesas vacías y los abrazos incómodos.

—¡Por un año mejor! —gritó mi tío Toño, levantando su copa.

—¡Salud! —respondimos todos al unísono.

Pero cuando llegó el turno de mi papá, el silencio fue más fuerte que cualquier brindis. Él solo levantó su vaso y murmuró: —Por la familia…

Mi abuelo carraspeó y se sirvió más sidra. Nadie dijo nada.

Después de la cena, mientras los adultos jugaban lotería y los niños seguían corriendo por toda la casa, salí al patio para tomar aire. Lucía me siguió.

—¿Te acuerdas cuando papá nos llevaba al parque cada 1° de enero? —me preguntó.

—Sí… Siempre decía que era para empezar el año con pasos nuevos.

—Ahora ni siquiera quiere salir de casa —dijo Lucía, con un nudo en la garganta.

La miré y sentí una rabia sorda contra todos: contra mi papá por rendirse, contra mi abuelo por juzgarlo, contra mi familia por no hablar nunca de lo que realmente importa.

De pronto escuchamos voces elevadas desde adentro. Corrimos hacia la sala y vimos a mi papá y mi abuelo discutiendo. No recuerdo quién empezó ni qué palabras exactas se dijeron; solo recuerdo el temblor en la voz de mi papá:

—¡Ya basta, papá! No soy un fracasado solo porque perdí el trabajo. Hice lo que pude…

Mi abuelo lo miró con ojos húmedos. Por un momento pensé que iba a gritarle otra vez. Pero solo dijo:

—Yo también tuve miedo una vez… Pero nunca lo dije porque pensé que eso era ser débil.

El silencio fue absoluto. Nadie se atrevía a moverse. Mi abuela se acercó y tomó las manos de ambos.

—Ya estuvo bueno de pelearse. Si no pueden perdonarse hoy, ¿cuándo?

Las lágrimas rodaron por las mejillas de mi papá. Mi abuelo lo abrazó torpemente, como si no supiera cómo hacerlo después de tantos años de distancia.

Esa noche no hubo fuegos artificiales ni música a todo volumen. Solo nos sentamos juntos en la sala, compartiendo historias viejas y promesas nuevas. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tal vez sí era posible empezar de nuevo.

Cuando dieron las doce, nos abrazamos todos. Incluso mi abuelo sonrió y le deseó suerte a mi papá para el próximo año.

Ahora escribo esto desde mi cuarto, escuchando los últimos cohetes estallar en el cielo poblano. Me pregunto si todas las familias esconden heridas detrás de las tradiciones… ¿Cuántas veces más necesitaremos una crisis para atrevernos a hablar? ¿Será este el año en que aprendamos a perdonarnos de verdad?