Alas de Esperanza: El precio de un nuevo comienzo
—¿De verdad te vas a ir, mamá? —La voz de Julián, mi hijo, retumba en mi cabeza mientras observo cómo el bus se aleja de la terminal. El vidrio empañado no me deja ver si él sigue ahí, parado con su mochila azul y esa mirada que mezcla orgullo y miedo.
No sé si hice bien. No sé si alguna madre sabe cuándo es el momento exacto de soltar la mano de su hijo. Pero hoy, después de diecinueve años, lo hice. Julián se quedó en Bogotá para empezar la universidad, y yo… yo me subí a este bus rumbo a Medellín, donde me espera Esteban, mi esposo desde hace dos años. Dos años que han sido una mezcla de cartas, llamadas nocturnas y visitas fugaces cada vez que el trabajo y la vida nos lo permitían.
La gente dice que el amor todo lo puede, pero nadie habla del precio. Nadie te advierte que amar a un hombre después de los cuarenta implica cargar con culpas viejas y sueños rotos. Nadie te dice que el corazón puede partirse en dos: una mitad para tu hijo, otra para ese hombre que te prometió un futuro distinto.
Recuerdo la primera vez que vi a Esteban. Fue en una reunión del colegio donde trabajaba como profesora. Él era el papá de una alumna problemática. Me sorprendió su paciencia, su forma de escucharme sin juzgar. Después de esa tarde, empezamos a hablar de todo: política, libros, música. Cuando Julián dormía, yo leía sus mensajes una y otra vez, sintiendo que algo en mí despertaba después de años de rutina y soledad.
Pero no fue fácil. Mi mamá me lo dijo claro:
—¿Y vas a dejar a Julián solo por un hombre? ¿No te da vergüenza?
Me dolió. Me sigue doliendo. Porque aunque Julián ya es mayor, aunque tiene sueños propios y una beca que lo llevará lejos, siempre será mi niño. Y yo… yo siempre seré esa mujer que se debate entre ser madre o ser mujer.
El bus avanza por la autopista mientras la ciudad se va quedando atrás. Saco mi celular y leo el último mensaje de Esteban: «Te espero con café caliente y pan de bono. Todo va a estar bien, amor». Quiero creerle. Quiero pensar que esta vez sí podremos vivir juntos sin tener que escondernos ni pedir permiso a nadie.
Pero el miedo no se va. Pienso en Julián llegando solo a su nuevo apartamento, cocinando arroz quemado porque nunca quiso aprender conmigo. Pienso en mi mamá llamando cada noche para asegurarse de que no me he olvidado de dónde vengo. Pienso en mí misma, sentada en este asiento incómodo, preguntándome si alguna vez podré dejar de sentirme culpable.
El viaje es largo y la cabeza no me deja en paz. Recuerdo cuando Julián era pequeño y me pedía que le leyera cuentos antes de dormir. Siempre elegía historias donde las mamás eran heroínas: luchaban contra dragones, cruzaban mares, salvaban a sus hijos del peligro. Yo nunca fui así. Siempre tuve miedo: miedo a fallar, miedo a quedarme sola, miedo a no ser suficiente.
Cuando llego a Medellín ya es de noche. Esteban me espera en la terminal con una sonrisa cansada y los brazos abiertos. Me abraza fuerte, como si pudiera protegerme del mundo entero.
—Por fin juntos —susurra—. Ahora sí empieza nuestra vida.
Quiero creerle, pero la realidad golpea pronto. Su hija, Mariana, no me habla desde que llegué. Me mira con desconfianza y apenas responde cuando le pregunto cómo le fue en el colegio.
—No necesito otra mamá —me dice una tarde mientras lavo los platos—. Ya tengo la mía.
Me trago las lágrimas y sigo fregando. No quiero ser su madre; solo quiero que entienda que no vine a quitarle nada.
Esteban hace lo posible por unirnos: cenas familiares, paseos al parque, tardes de películas. Pero la tensión se siente en el aire, como una tormenta a punto de estallar.
Una noche, mientras preparo arepas para la cena, escucho a Mariana hablando por teléfono con su mamá:
—No quiero vivir aquí —llora—. Papá solo piensa en ella.
Me encierro en el baño y lloro en silencio. ¿Qué hago aquí? ¿De verdad vale la pena tanto sacrificio?
Esteban me encuentra sentada en el suelo, abrazando mis rodillas.
—Lo siento —me dice—. No pensé que sería tan difícil.
—Yo tampoco —respondo—. Extraño a Julián. Extraño mi casa, mi vida…
Él me abraza y promete que todo mejorará. Pero los días pasan y nada cambia. Mariana se encierra en su cuarto; yo evito llamarla para no incomodarla más.
Un domingo decido llamar a Julián.
—¿Cómo vas? —pregunto intentando sonar alegre.
—Bien… supongo —responde—. A veces me siento solo, pero estoy aprendiendo a cocinar pasta sin quemarla.
Me río entre lágrimas.
—Te extraño mucho —le digo.
—Yo también, mamá… Pero tienes derecho a ser feliz —me responde con una madurez que me desarma.
Cuelgo sintiéndome un poco menos culpable, pero igual de perdida.
Las semanas pasan y empiezo a buscar trabajo como profesora. Nadie quiere contratarme: «Demasiada experiencia», «No hay vacantes», «Llame la próxima semana». Me siento invisible, como si mi vida anterior hubiera desaparecido junto con mi apellido de soltera.
Una tarde encuentro a Mariana llorando en la sala.
—¿Qué pasa? —pregunto con cautela.
—Mi mamá dice que quiere mudarse lejos… No quiero dejar a mi papá solo —susurra.
Me siento junto a ella y le tomo la mano.
—Entiendo cómo te sientes —le digo—. Yo también tuve miedo cuando dejé todo por venir aquí…
Por primera vez me mira sin odio; sus ojos están llenos de preguntas y dolor.
—¿Tú también extrañas tu casa? —pregunta bajito.
Asiento y nos quedamos en silencio largo rato. No sé si será suficiente para sanar las heridas, pero al menos ya no estamos tan solas.
Esa noche le escribo un mensaje a Julián: «A veces los nuevos comienzos duelen más de lo que imaginamos… pero tal vez valga la pena intentarlo».
Me miro al espejo antes de dormir y me pregunto: ¿Cuántas veces puede una mujer reinventarse sin perderse? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por amor?
¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde llegarían por un nuevo comienzo?