La Sangre No Siempre Une: La Historia de Mariana y Lucía
—¿Dónde está mi anillo de la abuela?— pregunté en voz alta, revolviendo la cajita de madera sobre la cómoda. Mi corazón latía con fuerza, como si ya supiera la respuesta antes de encontrarla. El silencio de la casa era espeso, apenas roto por el zumbido lejano del tráfico de Ciudad de México. Lucía, mi prima, asomó la cabeza por la puerta, con esa mirada suya que siempre parecía pedir disculpas por existir.
—¿Qué pasó, Mariana?— preguntó, fingiendo inocencia.
No respondí. Me limité a mirarla, buscando en sus ojos alguna señal, una grieta en su máscara. Pero Lucía era buena mintiendo; lo había aprendido desde niña, cuando su madre la dejaba sola por días y ella tenía que inventar excusas para los vecinos.
Hace seis meses, cuando me llamó llorando desde Veracruz, no dudé en abrirle las puertas de mi departamento. «La familia es sagrada», me repetía mi mamá cada vez que discutíamos por dinero o por el cuidado de los abuelos. Así que cuando Lucía llegó con una maleta vieja y los ojos hinchados, no pregunté demasiado. Solo le ofrecí café y un abrazo.
Al principio todo fue fácil. Compartíamos risas, historias de infancia y hasta los gastos del súper. Lucía consiguió un trabajo temporal en una cafetería y yo sentí que, por fin, tenía una hermana mayor que me protegía. Pero poco a poco las cosas cambiaron. Empezaron a desaparecer billetes de mi cartera, primero de a veinte, luego de a cien. Pensé que era mi descuido. Después desaparecieron unos aretes de plata y una blusa nueva. «Seguro los dejé en la lavandería», me repetía para no enfrentar la verdad.
Una noche, mientras cenábamos sopa instantánea frente a la tele, Lucía me miró con esos ojos tristes y me dijo:
—Mariana, ¿tú crees que uno puede cambiar su destino?
—Claro que sí —le respondí sin dudar—. Solo hay que esforzarse y confiar en la gente correcta.
Ella sonrió, pero su sonrisa era amarga. Ahora entiendo que esa noche me estaba pidiendo ayuda de otra manera, pero yo no supe escuchar.
La gota que derramó el vaso fue el anillo de la abuela. Ese anillo era lo único que me quedaba de ella; lo guardaba como un tesoro desde que murió hace tres años. Cuando desapareció, sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.
Esa tarde confronté a Lucía. Cerré la puerta del cuarto y le hablé con voz temblorosa:
—Lucía, necesito saber la verdad. ¿Tú tomaste el anillo?
Ella bajó la mirada y empezó a llorar. Al principio negó todo, pero luego se desplomó en la cama y confesó entre sollozos:
—Perdóname, Mariana… No quería hacerlo, pero no tenía dinero para pagarle al tipo que me está amenazando desde Veracruz… Me metí en problemas antes de venir aquí…
Sentí rabia, tristeza y vergüenza al mismo tiempo. ¿Cómo pude ser tan ingenua? ¿Por qué no vi las señales? Pero también sentí compasión. Lucía era víctima de sus propias decisiones y de un destino cruel que nunca le dio tregua.
Le pedí que se fuera esa misma noche. No fue fácil. Mientras recogía sus cosas, me abrazó fuerte y me susurró:
—Gracias por todo… Eres lo único bueno que me ha pasado en mucho tiempo.
Cuando se fue, me senté en el suelo del cuarto vacío y lloré como no lo hacía desde niña. Lloré por el anillo perdido, por la confianza rota y por esa idea absurda de que la sangre siempre une.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá me llamó para decirme que había sido cruel con Lucía, que debía perdonarla porque «la familia es lo más importante». Mis amigas opinaban lo contrario: «No te dejes pisotear solo porque es tu prima». Yo no sabía a quién escuchar.
En el trabajo no podía concentrarme; cada vez que veía a alguien con cara triste pensaba en Lucía. Me preguntaba si estaría bien o si habría caído aún más bajo. Me sentía culpable por haberla echado, pero también aliviada porque ya no tenía que vivir con miedo o desconfianza.
Un día recibí un mensaje suyo: «Perdón por todo. Encontré trabajo limpiando casas en Iztapalapa. No espero que me perdones, pero quería agradecerte por darme un techo cuando nadie más lo hizo».
No supe qué responderle. Guardé el mensaje y apagué el celular. Esa noche soñé con la abuela; me decía al oído: «No todo lo que brilla es oro, hija».
Hoy han pasado tres meses desde que Lucía se fue. El anillo nunca apareció y todavía duele pensar en todo lo perdido. Pero he aprendido algo: ser buena persona no significa dejarse lastimar una y otra vez. La familia puede ser refugio o tormenta; uno debe aprender a poner límites aunque duela.
A veces me pregunto si hice lo correcto o si debí ayudar más a Lucía. ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con quienes amamos? ¿Es posible perdonar sin olvidar? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?