La Amistad Rota entre Mariana y Lucía
—¿Por qué siempre tienes que venir a contarme lo bien que te va, Lucía? —le pregunté esa noche, mientras la lluvia golpeaba las ventanas del departamento en el tercer piso. Mi voz temblaba, pero no por el frío. Era rabia, era tristeza, era todo lo que nunca me atreví a decirle en veinte años de amistad.
Lucía se quedó parada en la puerta, con su abrigo caro empapado y el maquillaje intacto. Siempre tan perfecta, tan segura de sí misma. Yo, en cambio, llevaba una bata vieja y pantuflas de peluche. Ella bajaba desde el quinto piso solo cuando necesitaba un público para sus triunfos o un hombro para sus tragedias. Yo era su confidente, su sombra, la «amiga fiel» que nunca brillaba.
—Ay, Mariana, no empieces —me respondió con esa sonrisa que usaba para las fotos de Instagram—. Solo quería platicar contigo. ¿No éramos amigas?
La palabra amigas me dolió como una bofetada. Recordé cuando éramos niñas y jugábamos en el patio del edificio, entre los tendederos y los gritos de las vecinas. Lucía siempre era la protagonista: la más bonita, la más lista, la que todos querían invitar a sus fiestas. Yo era la que sostenía su mochila mientras ella bailaba en los festivales escolares.
Con los años, nada cambió. Lucía se convirtió en una influencer local; yo, en una maestra de primaria con salario justo para sobrevivir. Ella tenía un novio empresario, viajes a Cancún y miles de seguidores. Yo tenía libros usados y una madre enferma a quien cuidar.
—¿Sabes qué? Hoy no quiero escuchar tus historias —le dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Hoy quiero hablar yo.
Lucía arqueó una ceja, sorprendida. No estaba acostumbrada a que yo tomara la palabra. Se sentó en mi sillón como si fuera suyo y cruzó las piernas.
—A ver, cuéntame —dijo, mirando su celular.
Respiré hondo. Por primera vez en años, sentí que tenía algo importante que decir.
—Estoy cansada, Lucía. Cansada de ser tu sombra. De que vengas solo cuando necesitas sentirte mejor contigo misma. ¿Alguna vez te has preguntado cómo me siento yo?
Ella levantó la vista, confundida.
—¿De qué hablas? Siempre te he apoyado…
—¿Apoyado? —me reí con amargura—. ¿Cuándo fue la última vez que me preguntaste cómo está mi mamá? ¿O si necesito ayuda con algo? Solo vienes a presumir o a quejarte de cosas que para mí serían un sueño.
El silencio se hizo pesado entre nosotras. Afuera, los truenos retumbaban como si el cielo también estuviera furioso.
—No sabía que te sentías así —susurró Lucía.
—Claro que no lo sabías. Nunca te has detenido a mirar más allá de tu reflejo.
Me levanté y fui a la cocina por un vaso de agua. Mis manos temblaban tanto que casi lo dejo caer. Recordé todas las veces que Lucía me había dejado plantada por una cita mejor; todas las veces que me usó como paño de lágrimas cuando peleaba con sus novios; todas las veces que me hizo sentir invisible.
Volví a la sala y la encontré mirando una foto nuestra de hace años, cuando aún creíamos que nada podría separarnos.
—¿Te acuerdas de esa tarde? —preguntó ella, señalando la imagen—. Fue el día que nos escapamos al parque sin permiso…
—Y terminamos castigadas por semanas —completé yo, sonriendo a pesar de todo.
Por un momento, sentí nostalgia por esa inocencia perdida. Pero ya no éramos esas niñas. Ahora éramos dos mujeres marcadas por la vida y por nuestras propias decisiones.
—Lucía… —empecé a decir, pero ella me interrumpió.
—No quiero perderte como amiga —dijo con voz temblorosa—. Sé que he sido egoísta… Pero tú eres lo único real que tengo en este edificio lleno de apariencias.
Me sorprendió su sinceridad. Por primera vez vi a Lucía sin máscaras: una mujer sola, asustada de quedarse sin nadie verdadero a su lado.
—No sé si podamos volver a ser como antes —le confesé—. Pero sí sé que ya no quiero ser invisible para ti… ni para nadie.
Lucía asintió y se levantó para abrazarme. Lloramos juntas como cuando éramos niñas y el mundo parecía menos complicado.
Esa noche, después de que se fue, me quedé mirando por la ventana las luces del barrio encendidas bajo la lluvia. Pensé en todas las mujeres como yo: amigas fieles, hijas cuidadoras, trabajadoras incansables… siempre relegadas a un segundo plano mientras otras brillan sin mirar atrás.
¿Vale la pena seguir luchando por amistades que nos hacen daño? ¿O es mejor aprender a brillar por cuenta propia?
Quizá nunca tenga todas las respuestas. Pero esa noche entendí que mi voz también merece ser escuchada.