Mudanza en la Avenida Bolívar: Entre Cartones y Recuerdos Rotos
—¿Por qué guardas esto, Mariana? —La voz de Julián retumbó en el pasillo angosto, mientras sostenía una caja polvorienta llena de cartas y fotos viejas.
Me quedé paralizada, con el corazón latiendo fuerte. Era la última noche en nuestro pequeño departamento de la avenida Bolívar. Afuera, los claxonazos de los micros y el bullicio de la ciudad no lograban tapar el silencio incómodo que se había instalado entre nosotros desde que comenzamos a empacar.
—Son cosas mías —respondí, intentando sonar firme, aunque mi voz tembló. Julián suspiró y dejó la caja sobre la mesa.
—No podemos llevar todo, Mariana. El camión no es tan grande y… —Se detuvo, mirándome con esos ojos cansados que últimamente evitaban los míos—. Hay cosas que ya no tienen sentido.
Me senté en el suelo, rodeada de cajas abiertas, ropa doblada a medias y papeles arrugados. Cada objeto parecía pesar más que el anterior. La mudanza era solo una excusa para enfrentar lo que habíamos evitado durante años: los recuerdos de mi madre, las cartas de mi hermana Lucía desde Arequipa, las fotos de mi papá antes de que se fuera sin despedirse.
Julián y yo habíamos comprado el departamento con la ilusión de empezar de nuevo. Pero mientras más empacábamos, más sentía que arrastraba conmigo todo lo que quería dejar atrás.
—¿Te acuerdas cuando llegamos aquí? —le pregunté, buscando su mirada—. Teníamos solo un colchón inflable y una olla prestada por tu mamá.
Él sonrió apenas, pero enseguida volvió a su tarea. El reloj marcaba casi la medianoche y aún faltaba desmontar la cama. Afuera, la lluvia comenzaba a golpear las ventanas.
De repente, mi celular vibró. Era un mensaje de Lucía: «¿Ya te vas? ¿No te da miedo?». Sentí un nudo en la garganta. Mi hermana siempre había sido valiente; yo era la que se quedaba atrás, la que temía los cambios.
—¿Qué pasa? —preguntó Julián, notando mi expresión.
—Nada… Es Lucía. Dice que si no me da miedo mudarme —dije, intentando reírme.
—¿Y te da miedo?
No respondí. Me levanté y fui al balcón. Desde allí veía las luces de Lima extendiéndose hasta perderse en la neblina. Recordé la última vez que hablé con mi papá: «La vida es moverse, hijita. Si te quedas quieta, te oxidas». Pero él se había ido y nunca volvió.
La mañana siguiente fue un caos. Los estibadores llegaron tarde y uno de ellos rompió una lámpara heredada de mi abuela. Mi suegra apareció sin avisar, trayendo tamales y consejos no pedidos:
—Mariana, ¿ya separaste lo que vas a donar? No te aferres a lo viejo, hija. Eso trae mala suerte.
Sentí ganas de gritarle que no era tan fácil. Que cada cosa tenía una historia. Que desprenderse dolía más de lo que ella podía imaginar.
Mientras cargábamos las cajas al camión, Julián y yo discutimos por una tontería: él quería dejar atrás el viejo sofá; yo insistía en llevarlo porque fue el primero que compramos juntos en Gamarra, cuando apenas nos alcanzaba para pagar el alquiler.
—¡Siempre quieres cargar con todo! —me gritó él—. ¡Así nunca vamos a avanzar!
Me quedé callada, tragando lágrimas. No era solo el sofá; era todo lo que representaba: los años difíciles, las noches sin dormir, los sueños postergados.
Llegamos al nuevo departamento exhaustos. Las paredes blancas olían a pintura fresca y vacío. Julián se encerró en el baño; yo me senté entre las cajas y abrí la polvorienta caja de cartas.
Leí una al azar. Era de Lucía: «No tengas miedo de cambiar, Mari. A veces hay que romperse para volver a armarse diferente».
Lloré en silencio hasta que Julián salió y se sentó a mi lado. No dijo nada; solo me abrazó fuerte.
Esa noche dormimos en el suelo, abrazados como cuando éramos jóvenes y todo era incertidumbre pero también esperanza.
Los días siguientes fueron una mezcla de nostalgia y descubrimientos. El barrio era ruidoso pero lleno de vida: niños jugando en la vereda, vendedores ambulantes gritando ofertas, vecinos curiosos preguntando si éramos «los nuevos».
Un sábado por la tarde, mientras acomodaba libros en la estantería, escuché una discusión en el pasillo. Era doña Rosa, la vecina del 302:
—¡No quiero más basura en mi puerta! —gritaba—. ¡Si siguen dejando bolsas aquí voy a llamar a la municipalidad!
Me asomé y vi a un niño llorando junto a una bolsa rota de basura. Sin pensarlo, salí y lo ayudé a recoger los desperdicios.
—Gracias —me dijo bajito—. Mi mamá está enferma y yo tengo que ayudarla.
Sentí un golpe en el pecho. Recordé cuando mi mamá enfermó y yo tenía que hacerme cargo de Lucía siendo apenas una adolescente.
Esa noche le conté a Julián lo que había pasado. Él me miró con ternura:
—Tal vez este lugar no sea tan malo después de todo —dijo—. Aquí también podemos empezar algo nuevo.
Pero los problemas no tardaron en aparecer: el agua se cortaba cada dos por tres; los vecinos hacían fiestas hasta la madrugada; extrañaba mi antiguo barrio y sentía que nunca iba a encajar del todo.
Una tarde recibí una llamada inesperada: era mi papá. Después de años sin saber de él, su voz sonó lejana pero familiar:
—Mariana… ¿cómo estás? Me enteré por Lucía que te mudaste…
No supe qué decirle. Sentí rabia y alivio al mismo tiempo. Hablamos poco; prometió visitarme pero colgó antes de que pudiera preguntarle por qué se fue aquella vez.
Esa noche discutí con Julián otra vez:
—¿Por qué siempre tienes que cargar con los problemas de todos? —me reprochó—. ¿Y tus propios sueños?
No supe responderle. Me di cuenta de que llevaba años viviendo para otros: para mi mamá enferma, para Lucía rebelde, para un papá ausente… ¿Y yo? ¿Dónde quedaba yo?
Poco a poco fui soltando cosas: regalé ropa vieja a la señora del 302; tiré cartas que ya no dolían; vendí el sofá aunque me costó despedirme de él.
Un día me encontré riendo con Julián mientras cocinábamos juntos en la nueva cocina; otro día lloré al ver una foto antigua pero ya no sentí culpa ni miedo.
La mudanza no solo fue cambiar de casa; fue aprender a soltar lo que pesa y abrazar lo nuevo aunque duela.
Ahora miro por la ventana del departamento nuevo y me pregunto: ¿cuántas veces tenemos que mudarnos por dentro para sentirnos realmente en casa? ¿Ustedes también han sentido ese miedo al cambio o soy solo yo?