El eco de la soledad: Cuando las máquinas no abrazan

—¿Otra vez cenando solo, Tomás? —la voz metálica de Alexa, mi asistente virtual, resonó en el comedor iluminado por luces LED. No era una pregunta real, claro. Era solo una rutina programada, una frase que yo mismo había configurado para sentirme menos solo en este apartamento de Buenos Aires, donde los únicos sonidos eran los zumbidos de los electrodomésticos inteligentes y el eco de mis propios pasos.

Hace dos años, cuando mi esposa Mariana decidió irse con los chicos a vivir con su madre en Rosario, pensé que la tecnología sería mi refugio. Llené la casa de dispositivos: cámaras que vigilaban cada rincón, persianas automáticas, un refrigerador que me avisaba cuando faltaba leche y hasta un robot que barría el piso mientras yo trabajaba desde la computadora. Todo era eficiente, limpio, ordenado. Pero el silencio era ensordecedor.

—Alexa, pon música de Mercedes Sosa —pedí una noche, buscando en la voz de la cantora tucumana un consuelo que no llegaba. La melodía llenó la sala, pero no logró tapar el vacío. Me senté frente al televisor inteligente y vi las fotos antiguas: Mariana riendo en la playa de Mar del Plata, mis hijos Sofía y Matías corriendo entre las olas. ¿En qué momento creí que podía reemplazar sus abrazos por algoritmos?

El trabajo remoto me absorbía. Como programador para una empresa mexicana, podía pasar días sin salir ni ver a nadie. Mis amigos me escribían al WhatsApp, pero yo respondía con emojis o audios cortos. Mi madre me llamaba desde Córdoba:

—Tomás, hijo, ¿cuándo vas a venir a visitarnos? Tu papá te extraña.

—Pronto, má —mentía, mirando el calendario vacío.

Una tarde lluviosa de junio, el robot aspiradora se atascó con un cable. Me agaché para arreglarlo y sentí una punzada en el pecho: ¿cuándo fue la última vez que alguien me pidió ayuda? ¿Cuándo fue la última vez que alguien necesitó de mí, más allá de un aparato descompuesto?

Esa noche soñé con mi infancia en Salta: el aroma del guiso de mi abuela, los gritos de mis primos jugando a la pelota en el patio, las sobremesas eternas donde todos hablaban a la vez. Me desperté llorando. El robot ya había preparado el café.

Intenté llenar el vacío con más tecnología: compré una cafetera que podía programar desde el celular, instalé sensores de movimiento para que las luces se encendieran solas. Pero cada avance solo hacía más evidente mi aislamiento. Un día, Sofía me mandó un video por WhatsApp:

—¡Mirá, papá! Matías aprendió a andar en bici sin rueditas.

Vi a mi hijo tambaleándose sobre dos ruedas mientras Mariana lo alentaba desde la vereda. Sentí una mezcla de orgullo y tristeza. Yo no estaba ahí para aplaudirlo ni para levantarlo si se caía.

Esa noche llamé a Mariana.

—¿Cómo están?

—Bien, Tomás. Los chicos te extrañan. ¿Por qué no venís este fin de semana?

—No sé… tengo mucho trabajo —balbuceé.

—El trabajo siempre puede esperar —me cortó ella—. Ellos no van a ser chicos para siempre.

Colgué y me quedé mirando la pantalla negra del televisor. Por primera vez en mucho tiempo, apagué todos los dispositivos. El silencio era abrumador, pero distinto: era real.

Al día siguiente salí a caminar por el barrio. La panadería olía a medialunas recién horneadas; los vecinos charlaban en la vereda sobre fútbol y política. Me sentí torpe al intentar entablar conversación con Don Ernesto, el portero del edificio.

—¡Tanto tiempo sin verte por acá, Tomás! —me dijo con una sonrisa sincera—. ¿Todo bien?

—Sí… bueno, no tanto —admití—. A veces siento que las máquinas me están robando la vida.

Ernesto se rió.

—Las máquinas ayudan, pero no te abrazan cuando estás triste.

Esa frase me quedó retumbando todo el día. Volví a casa y llamé a mi madre:

—Má, ¿puedo ir este fin de semana?

Su alegría fue tan genuina que sentí vergüenza por haberme alejado tanto.

El viernes armé una valija pequeña y apagué todos los dispositivos inteligentes antes de salir. El viaje en micro fue largo y nostálgico; miré por la ventana los paisajes del interior argentino y recordé lo simple que era ser feliz cuando uno estaba rodeado de gente querida.

En Córdoba me esperaban mis padres con empanadas caseras y abrazos apretados. Charlamos hasta tarde sobre todo y nada; no hubo notificaciones ni alarmas digitales interrumpiendo la charla. Sentí que volvía a respirar después de mucho tiempo.

Al regresar a Buenos Aires decidí cambiar algunas cosas: invité a mis amigos a cenar en casa (sin celulares sobre la mesa), llamé más seguido a mis hijos y viajé cada vez que pude para verlos. La tecnología seguía ahí, pero ya no era protagonista; era solo una herramienta más para facilitarme la vida, no para reemplazarla.

Hoy entiendo que ningún algoritmo puede llenar el vacío de un abrazo ni reemplazar la risa compartida en familia. Las máquinas pueden hacer muchas cosas por nosotros, pero nunca podrán darnos lo único verdaderamente humano: el amor.

A veces me pregunto: ¿cuántos más estarán viviendo rodeados de tecnología pero muriendo de soledad? ¿Será que nos olvidamos de lo esencial mientras buscamos comodidad? ¿Ustedes también sienten ese eco en sus casas?