Secretos Bajo el Jacarandá
—¿Cómo pudiste hacerlo a mis espaldas? —escupí las palabras antes de poder detenerme, la voz temblando entre rabia y dolor.
Camila me miró, los ojos grandes y oscuros llenos de una tristeza que no recordaba. El bullicio del café en el centro de Guadalajara parecía desvanecerse, como si el tiempo se hubiera detenido sólo para nosotras. Afuera, el jacarandá florecido arrojaba pétalos lilas sobre la acera, tan hermosos y frágiles como la amistad que alguna vez compartimos.
—Hola, Mariana —dijo finalmente, su voz apenas un susurro—. ¿Cuántos años han pasado? ¿Quince? ¿O más?
—Creo que más —respondí, intentando sonar indiferente, pero sintiendo cómo el pasado me apretaba el pecho—. Pero tú no has cambiado nada.
Ella sonrió con amargura. —Tú sí. Te ves… más fuerte. Y más hermosa.
No supe qué decir. Me limité a mirar su rostro, buscando a la niña con la que compartí secretos en la azotea de mi casa, la que me enseñó a bailar cumbia y a reírme de los problemas. Pero esa niña ya no estaba. En su lugar había una mujer que había cruzado una línea imposible de borrar.
—¿Por qué viniste? —pregunté, sin poder evitar que mi voz se quebrara.
Camila bajó la mirada. —Tenía que verte. Tenía que explicarte…
La interrumpí con un gesto brusco. —¿Explicarme qué? ¿Que te enamoraste de mi hermana? ¿Que mientras yo te contaba mis sueños tú ya planeabas quitármelo todo?
Ella negó con la cabeza, lágrimas asomando en sus ojos. —No fue así, Mariana. Nunca quise hacerte daño. Pero las cosas… las cosas se dieron de una forma que ninguna de las dos esperaba.
Recordé la tarde en que todo cambió. Era el cumpleaños de mi hermana menor, Lucía. La casa estaba llena de primos y tías, el aroma del mole y las risas llenaban el aire. Camila llegó tarde, como siempre, pero esa vez traía una sonrisa distinta, una luz en los ojos que no entendí hasta mucho después. Esa noche las vi juntas en la terraza, sus manos rozándose bajo la mesa, sus miradas cómplices. No quise creerlo entonces.
—¿Por qué no me lo dijiste? —susurré ahora, sintiendo cómo el resentimiento me quemaba por dentro.
Camila tomó aire, temblorosa. —Porque tenía miedo de perderte. Porque sabía lo mucho que significaba Lucía para ti… y tú para mí.
Me reí sin alegría. —Pues igual me perdiste.
El silencio se hizo pesado entre nosotras. Afuera, un vendedor ambulante gritaba ofertas de flores frescas; el mundo seguía girando mientras mi vida parecía estancada en ese instante.
—¿Sabes qué es lo peor? —dije al fin— Que confiaba en ti más que en nadie. Cuando mi papá se fue y mamá se encerró en su cuarto a llorar por días, tú eras mi refugio. Y ahora…
Camila extendió la mano sobre la mesa, pero yo la retiré antes de que pudiera tocarme.
—Mariana, Lucía te necesita. No está bien desde que te fuiste a Monterrey sin despedirte. Cree que la odias.
Sentí un nudo en la garganta. Había huido hace dos años, incapaz de enfrentar la traición de las dos personas que más amaba. Me refugié en el trabajo y en una ciudad donde nadie conocía mi historia. Pero cada noche soñaba con los jacarandás de mi barrio y con las risas compartidas en la infancia.
—No sé si puedo perdonarlas —admití—. No sé si quiero hacerlo.
Camila asintió, resignada. —Lo entiendo. Pero al menos escúchala. Lucía está enferma, Mariana. Tiene depresión desde hace meses… y yo ya no sé cómo ayudarla.
La noticia me golpeó como un puñetazo en el estómago. Lucía siempre había sido la fuerte, la valiente, la que enfrentaba a mamá cuando se ponía insoportable o defendía a papá cuando todos lo criticaban por irse a Estados Unidos a buscar trabajo.
—¿Por qué no me dijeron nada? —pregunté con rabia renovada.
—Porque pensábamos que era mejor dejarte sanar lejos de todo esto… pero Lucía te necesita ahora más que nunca.
Me levanté bruscamente, tirando la silla hacia atrás. El café se volvió un escenario incómodo; sentí todas las miradas sobre mí mientras salía corriendo hacia la calle, respirando el aire tibio de abril mezclado con el perfume de los jacarandás.
Caminé sin rumbo por las calles del centro histórico, recordando los días felices: los juegos en la plaza Tapatía, los helados de mango con chile, las confesiones a media noche bajo las estrellas. ¿En qué momento todo se había torcido tanto?
Mi celular vibró en el bolso: era un mensaje de Lucía.
“Mariana, por favor… necesito verte.”
Las palabras eran simples pero cargadas de desesperación. Dudé unos segundos antes de responder: “Estoy aquí. Dime dónde.”
Media hora después estaba frente a la vieja casa familiar, esa que mamá nunca quiso vender aunque ya nadie viviera ahí salvo Lucía y sus fantasmas. La puerta estaba entreabierta; entré sin llamar.
Lucía estaba sentada en el sofá del salón, envuelta en una manta aunque hacía calor. Sus ojos hinchados y su piel pálida me hicieron sentir una punzada de culpa.
—Hola —dije apenas audible.
Ella levantó la mirada y rompió a llorar al verme.
Corrí a abrazarla y por un momento fuimos sólo dos hermanas perdidas en medio del dolor y los errores del pasado.
—Perdóname —sollozó—. Yo no quería lastimarte… pero me enamoré de Camila sin poder evitarlo.
La abracé más fuerte, sintiendo cómo nuestras lágrimas se mezclaban.
—No sé si puedo perdonarlas —repetí— pero tampoco quiero seguir huyendo.
Nos quedamos así largo rato, hasta que el sol empezó a caer y los pétalos lilas cubrieron el patio como una alfombra suave.
Esa noche dormí en casa por primera vez en años. Escuché a Lucía respirar tranquila a mi lado y pensé en Camila, sola en algún lugar preguntándose si algún día podríamos volver a ser amigas.
La vida nos da golpes inesperados; a veces quienes más amamos son quienes más nos hieren. Pero también son quienes más pueden enseñarnos sobre el perdón y la esperanza.
¿Ustedes creen que es posible reconstruir lo roto? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?