La venganza inesperada de la abuela Laura: una lección de humildad en el barrio
—¿Y ahora qué, doña Laura? ¿Va a pagar con monedas otra vez? —La voz de ese muchacho, Emiliano, retumbó en toda la tienda. Sentí las miradas clavarse en mi espalda como agujas. El calor del mediodía se mezclaba con la vergüenza que me subía por las mejillas. Tenía las manos temblorosas mientras sacaba las monedas del monedero, una por una, contando despacio porque la artritis no me deja mover los dedos como antes.
—Si tiene apuro, vaya a otro lado —le respondí, intentando mantener la dignidad mientras la fila crecía detrás de mí. Pero él solo bufó y rodó los ojos, como si yo fuera una molestia más en su día.
Salí de la tienda con la cabeza baja y el corazón apretado. No era la primera vez que alguien joven me trataba así, pero ese día dolió más. Quizá porque desde que murió mi esposo, la soledad se siente más pesada y cualquier desprecio se multiplica. Caminé despacio por las calles polvorientas del barrio San Martín, pensando en cómo devolverle la humillación a ese muchacho insolente.
Esa noche, mientras cenaba sola frente al televisor, mi nieta Camila me llamó por videollamada desde Buenos Aires. Le conté lo que pasó y ella se rió.
—Abuela, no te lo tomes tan a pecho. Los jóvenes son así ahora, siempre apurados.
Pero yo no podía dejarlo pasar. ¿Acaso la gente ya no respeta a los mayores? ¿En qué momento perdimos el valor de escuchar y tener paciencia?
Al día siguiente, me levanté temprano con un plan. Fui al mercado y compré todos los billetes chicos y monedas que pude conseguir. Me aseguré de que fueran de las denominaciones más incómodas. Cuando llegué a la tienda, Emiliano estaba en la caja otra vez. Había más gente que de costumbre.
—Buenos días, Emiliano —le dije con una sonrisa forzada—. Hoy vine a hacer la compra del mes.
Empecé a sacar productos del carrito: arroz, azúcar, yerba, jabón… La cuenta subía y subía. Cuando llegó el momento de pagar, vacié el monedero sobre el mostrador. Las monedas rodaron por todos lados.
—¿En serio? —dijo Emiliano, exasperado—. ¿No puede venir otro día cuando haya menos gente?
—Hoy es mi día de compras —le respondí—. Y tengo derecho a pagar como quiera.
La gente murmuraba detrás de mí. Algunos me defendían, otros suspiraban con fastidio. Pero yo sentí una pequeña victoria al ver a Emiliano recoger las monedas una por una.
Esa noche dormí mejor. Pero al tercer día, cuando volví por unas frutas, vi a Emiliano sentado afuera de la tienda, cabizbajo. Dudé un momento antes de acercarme.
—¿Todo bien? —pregunté.
Él levantó la vista y sus ojos estaban rojos.
—Perdóneme, doña Laura —me dijo de repente—. No debí hablarle así el otro día. Es que… mi mamá está enferma y yo tengo que trabajar doble turno para ayudar en casa. A veces me gana el cansancio y la rabia.
Me quedé muda. No esperaba esa confesión. Me senté a su lado y por primera vez lo vi como un muchacho asustado, no como un enemigo.
—No sabía nada de eso —le dije suavemente—. Yo también he pasado por momentos duros. Cuando mi esposo enfermó, tuve que vender empanadas para pagar sus medicinas.
Nos quedamos en silencio un rato largo. El bullicio del barrio seguía su curso: niños jugando en la vereda, vendedores ambulantes gritando ofertas, el olor a pan recién horneado flotando en el aire.
—¿Sabe qué? —me dijo Emiliano—. Mi mamá siempre dice que hay que tener paciencia con los mayores porque algún día uno llega ahí también.
Sonreí y le puse una mano en el hombro.
—Y yo debería recordar que los jóvenes también cargan sus propias penas.
Desde ese día, cada vez que iba a la tienda, Emiliano me saludaba con una sonrisa sincera. A veces me guardaba las frutas más frescas o me ayudaba a cargar las bolsas hasta mi casa. Yo empecé a preguntarle por su mamá y hasta le llevé un guiso casero un domingo.
Mi nieta Camila no podía creerlo cuando le conté cómo había cambiado todo.
—Abuela vengativa convertida en abuela compinche —se reía—. ¡Eso solo te pasa a vos!
Pero lo cierto es que aprendí algo importante: la venganza solo deja un vacío más grande. Lo que realmente llena el alma es entender al otro, aunque cueste trabajo dejar el orgullo de lado.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces juzgamos sin saber lo que el otro está viviendo? ¿Cuántos Emilianos hay en nuestro barrio esperando solo un poco de paciencia y empatía?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez buscaron venganza y terminaron encontrando algo mucho mejor?