¿Cómo pudiste ocultármelo?
—¿Cómo pudiste ocultármelo? —escupí las palabras con una mezcla de rabia y desesperación, mi voz temblando en el aire espeso de la tarde. Alicia bajó la mirada, sus dedos jugando nerviosos con el borde de su taza de café. El bullicio del café en el centro de Medellín parecía lejano, como si el tiempo se hubiera detenido solo para nosotras dos.
Quince años sin vernos. Quince años desde aquella última tarde en el barrio Belén, cuando juramos que nada ni nadie nos separaría. Pero la vida, con su cruel sentido del humor, tenía otros planes. Y ahora, sentadas frente a frente, sentía que el abismo entre nosotras era más grande que nunca.
—Clara, yo… —empezó Alicia, pero la interrumpí.
—No digas nada todavía. Déjame entenderlo. ¿Todo este tiempo lo supiste? ¿Sabías lo de mi papá y no dijiste nada?
Alicia asintió, las lágrimas acumulándose en sus ojos oscuros. Yo apreté los puños bajo la mesa, luchando contra las ganas de gritarle que se fuera, que no quería verla nunca más. Pero la verdad era que necesitaba respuestas. Las necesitaba como quien necesita aire para respirar.
Recuerdo perfectamente el día en que todo cambió. Era una tarde lluviosa de junio y yo tenía diecisiete años. Mi mamá llegó a casa con los ojos hinchados y la voz rota. «Tu papá se fue», dijo simplemente. No hubo explicaciones, ni cartas, ni despedidas. Solo un vacío inmenso y un silencio que se instaló en nuestra casa como un huésped indeseado.
Durante años busqué razones, pregunté a todos, incluso a los vecinos chismosos del barrio. Nadie sabía nada o nadie quería hablar. Solo Alicia me acompañó en mi dolor, o eso creía yo. Ahora sé que ella guardaba el secreto más grande de todos.
—¿Por qué no me lo dijiste? —mi voz era apenas un susurro ahora.
Alicia se secó las lágrimas y me miró directo a los ojos.
—Porque tu mamá me lo pidió. Me juró que era lo mejor para ti, que si sabías la verdad te destruiría. Yo era una niña, Clara… Tenía miedo.
La rabia se mezcló con la tristeza y la compasión. ¿Qué clase de verdad podía ser tan terrible? ¿Qué podía ser peor que el abandono?
Alicia sacó una hoja doblada de su bolso y la puso sobre la mesa.
—Esto es para ti. Es una carta de tu papá. La escribió antes de irse… pero tu mamá nunca te la dio.
Mis manos temblaban mientras abría el papel amarillento. Reconocí la letra enseguida: era la de mi papá. «Mi querida Clarita…», empezaba. El resto de las palabras se desdibujaron entre mis lágrimas.
«No me voy porque no te quiera. Me voy porque no puedo seguir viviendo esta mentira. Tu mamá y yo cometimos errores, pero siempre te amamos. Hay cosas que no puedo explicarte ahora, pero algún día lo entenderás. No me odies por irme, hija. Siempre estaré contigo en el corazón».
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Miré a Alicia, buscando algo a lo que aferrarme.
—¿Qué mentira? —pregunté con voz ronca.
Alicia dudó un momento antes de responder.
—Tu papá… tenía otra familia en Cali. Una mujer y un hijo pequeño. Tu mamá lo descubrió y le exigió que eligiera. Él no pudo… y se fue.
El dolor era tan intenso que apenas podía respirar. Todo lo que creía saber sobre mi familia era una farsa. Mi papá no era el héroe que recordaba; mi mamá no era la víctima inocente; y Alicia… Alicia había sido cómplice del silencio.
Me levanté bruscamente, tirando la silla hacia atrás.
—¿Y tú? ¿Por qué volviste ahora? ¿Por qué después de tantos años?
Alicia se puso de pie también, su voz temblando.
—Porque no podía seguir viviendo con esa culpa. Porque te extraño, Clara. Porque eres mi hermana del alma… y porque mereces saber la verdad.
La miré largo rato, buscando en su rostro a la niña con la que compartí secretos y sueños en las calles polvorientas del barrio. Quise odiarla, pero solo sentí un cansancio infinito.
Salí del café sin mirar atrás, caminando sin rumbo por las calles llenas de vendedores ambulantes y buses atestados de gente. La ciudad seguía su curso indiferente a mi dolor.
Esa noche volví a casa de mi mamá en Envigado. La encontré sentada frente al televisor apagado, como tantas veces desde que papá se fue.
—Mamá —dije con voz firme—, tenemos que hablar.
Ella me miró con esos ojos cansados que tanto se parecen a los míos.
—¿Ya sabes todo? —susurró.
Asentí lentamente.
—¿Por qué me mentiste todos estos años?
Mi mamá rompió a llorar, tapándose el rostro con las manos.
—Quería protegerte… No quería que pensaras mal de tu papá ni de mí. Tenía miedo de perderte también.
Me senté a su lado y por primera vez en mucho tiempo la abracé fuerte. Lloramos juntas hasta quedarnos sin lágrimas.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia, tristeza, alivio… incluso esperanza. Empecé a escribirle cartas a mi papá aunque sabía que nunca las leería. Busqué a mi medio hermano en Cali por Facebook y después de semanas de dudas le envié un mensaje: «Hola, soy Clara… creo que somos hermanos».
Alicia me llamó varias veces antes de atreverme a contestar. Cuando al fin lo hice, solo le dije:
—Gracias por decirme la verdad… aunque haya dolido tanto.
Ella lloró al otro lado del teléfono y supe que nuestra amistad nunca volvería a ser igual, pero quizá algún día podríamos empezar de nuevo.
Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en mentiras por miedo al qué dirán? ¿Cuántos secretos guardamos creyendo que protegemos a quienes amamos cuando en realidad solo les robamos la oportunidad de sanar?
¿Ustedes qué harían si descubrieran una verdad así? ¿Perdonarían o preferirían seguir viviendo en la mentira?