Orgullo Herido: Entre el Sueño y la Realidad
—¿Y entonces, Mariana? ¿Qué pensaste? —La voz de mi madre, Tamara, retumbó en la sala como un trueno disfrazado de caricia—. Ayer vi un coche precioso, un Chevrolet último modelo, blanco, con asientos de piel. ¡Imagínate! Solo cuesta seiscientos mil pesos.
Sentí cómo la sangre me subía al rostro. Cerré la laptop con un suspiro, tratando de no perder la paciencia. Mi hija Zoraya, apenas de siete años, dormía en el sofá con la respiración entrecortada. Otra vez la fiebre. Otra vez el miedo.
—Mamá… —dije, intentando sonar firme—. Ya hablamos de esto. Apenas podemos con la hipoteca y los medicamentos de Zoraya. ¿De dónde quieres que saque para un coche nuevo?
Mi madre se cruzó de brazos, su mirada dura como el concreto del barrio donde crecimos en Iztapalapa.
—Ay, Mariana, siempre tan negativa. Cuando yo tenía tu edad ya había comprado mi primer carro. Tu papá y yo nos partimos el lomo para darte lo mejor. ¿Y tú? ¿Vas a dejar que tu hija crezca viendo cómo su mamá se conforma con tan poco?
Sentí el nudo en la garganta. No era solo el coche. Era todo: las comparaciones, las expectativas imposibles, el peso de no ser suficiente. Desde que mi papá murió hace cinco años, mi mamá se había vuelto más exigente, como si quisiera que yo llenara ese vacío con logros materiales.
—No es conformismo, mamá. Es realidad —le respondí, bajando la voz para no despertar a Zoraya—. No puedo más.
Ella chasqueó la lengua y se fue a la cocina, murmurando algo sobre mujeres débiles y sueños pequeños. Yo me quedé ahí, mirando a mi hija, preguntándome si algún día podría darle todo lo que mi madre esperaba de mí.
Esa noche, mientras le ponía un paño frío en la frente a Zoraya, escuché a mi esposo, Julián, llegar del trabajo. Su uniforme de guardia de seguridad olía a sudor y cansancio.
—¿Otra vez tu mamá? —preguntó en voz baja.
Asentí sin mirarlo.
—Quiere que compremos un coche nuevo —dije—. Como si fuera tan fácil.
Julián suspiró y me abrazó por detrás.
—No le hagas caso. Lo importante es que Zoraya esté bien… y que nosotros estemos juntos.
Pero yo no podía dejar de pensar en las palabras de mi madre. ¿Era verdad? ¿Me estaba conformando? ¿Estaba condenando a mi hija a una vida de carencias?
Al día siguiente, mientras esperaba en la fila del IMSS para recoger los medicamentos de Zoraya, escuché a dos mujeres hablar sobre cómo habían conseguido un crédito para comprar una camioneta nueva. «Solo tienes que tener buen historial y ganas», decían. Sentí una punzada de envidia y vergüenza.
Cuando regresé a casa, mi madre estaba sentada en la sala con una carpeta llena de folletos de agencias de autos.
—Mira, Mariana —dijo sin saludar—. Aquí hay opciones de financiamiento. Si te animas, yo puedo ayudarte con el enganche.
Me senté frente a ella, agotada.
—¿Por qué es tan importante para ti que tenga un coche nuevo?
Mi madre me miró como si fuera obvio.
—Porque así la gente te respeta. Porque no eres menos que nadie. Porque quiero que Zoraya vea que su mamá puede con todo.
Quise gritarle que eso no era cierto, que el respeto no se compra y que yo ya estaba haciendo todo lo posible por mantenernos a flote. Pero solo pude llorar en silencio.
Esa noche discutí con Julián. Él decía que no debíamos endeudarnos más; yo le gritaba que no entendía la presión que sentía. Zoraya despertó llorando por la fiebre y ambos corrimos a su lado, olvidando por un momento nuestras diferencias.
Pasaron los días y la presión aumentó. Mi madre dejó de hablarme durante una semana entera; solo le hablaba a Zoraya cuando iba a visitarla después de la escuela.
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a mi hija preguntarle a mi madre:
—Abuela, ¿por qué mamá está triste?
Mi madre suspiró fuerte.
—Porque no sabe soñar grande, hijita. Pero tú sí vas a poder tener todo lo que quieras cuando seas grande.
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Eso era lo que quería transmitirle a mi hija? ¿Que nunca sería suficiente?
Esa noche me senté con Julián en la azotea del edificio, mirando las luces lejanas del centro de la ciudad.
—¿Y si pido el crédito? —le pregunté—. Solo para callar a mi mamá… para sentirme capaz por una vez.
Julián me tomó la mano.
—¿Y si mejor aprendemos a querernos como somos? ¿Y si le enseñamos a Zoraya que el valor no está en lo que tienes sino en lo que eres?
Lloré largo rato esa noche. No tenía respuestas fáciles. Solo sabía que estaba cansada de sentirme menos por no cumplir los sueños ajenos.
Al día siguiente enfrenté a mi madre.
—Mamá —le dije con voz temblorosa pero firme—. No voy a comprar ese coche. No puedo ni quiero endeudarme más solo para aparentar algo que no somos. Si eso te decepciona… lo siento.
Mi madre me miró como si no me reconociera.
—¿Y entonces? ¿Vas a vivir toda tu vida así?
La miré directo a los ojos.
—Prefiero vivir tranquila que vivir aparentando.
Se fue sin decir palabra. Por primera vez sentí alivio mezclado con miedo: miedo al rechazo, pero también esperanza de haber dado un paso hacia mi propia dignidad.
Hoy sigo luchando cada día: por Zoraya, por Julián y por mí misma. Mi madre aún no me perdona del todo; dice que algún día entenderé lo que es «orgullo». Pero yo creo que el verdadero orgullo está en resistir la presión y elegir lo mejor para los tuyos… aunque eso signifique decepcionar a quienes más amas.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre el deber y el deseo? ¿Cuántas veces hemos callado nuestros propios sueños por miedo al qué dirán?
¿Y tú? ¿Hasta dónde llegarías para cumplir las expectativas de tu familia?