No me falles, papá: la historia de Mariana

—¡Mariana, apúrate! ¿No ves que siempre llegas tarde? —La voz de mi papá retumbó en la cocina como un trueno. Mi mamá, con la mirada baja, servía el café sin atreverse a mirarlo a los ojos. Yo tenía apenas doce años y ya sentía el peso de su desaprobación en cada movimiento.

Siempre fue así. Mi papá, don Ernesto, era el hombre más respetado del barrio en Guadalajara. Con los vecinos era amable, hasta bromista. Pero en casa, su ceño fruncido era la norma y su voz, una sentencia. Mi mamá, Lucía, nunca le llevaba la contraria. Si alguna vez intenté defenderme, bastaba una mirada suya para que me callara.

Recuerdo una tarde cuando tenía ocho años. Había sacado diez en matemáticas y corrí a enseñarle mi cuaderno. Él apenas levantó la vista del periódico.

—Eso es lo que tienes que hacer, Mariana. No esperes premios por cumplir con tu deber —dijo, y siguió leyendo.

En cambio, cuando la hija de la vecina vino a pedirle ayuda con la tarea, mi papá le sonrió y le explicó con paciencia. Yo me quedé mirando desde la puerta, preguntándome por qué a ella sí le regalaba una sonrisa.

Los años pasaron y la distancia entre nosotros creció. En la secundaria, me esforzaba por ser la mejor alumna. Pensaba que si lograba ser perfecta, algún día me abrazaría como a los hijos de sus amigos. Pero no importaba cuánto hiciera: siempre encontraba algo que criticar.

—¿Por qué sacaste nueve en historia? ¿No te das cuenta de que así nunca vas a llegar a nada? —me decía mientras mi mamá limpiaba nerviosa los platos.

Una noche escuché a mis padres discutir en voz baja. Mi mamá lloraba y él le exigía silencio. Me tapé los oídos con la almohada, deseando que todo fuera diferente.

En el bachillerato conocí a Sofía, mi mejor amiga. Un día me invitó a su casa y vi cómo su papá la abrazaba al llegar del trabajo. Me sentí extraña, como si estuviera viendo una película de otro mundo.

—¿Por qué tu papá es así contigo? —le pregunté.

—¿Así cómo?

—Cariñoso…

Sofía se rió y me abrazó.

—Todos los papás son diferentes, Mariana. Pero tú eres increíble, no necesitas que nadie te lo diga.

Esa noche lloré en silencio. Por primera vez sentí rabia hacia mi papá. ¿Por qué no podía quererme como yo lo quería a él?

Un día, en tercero de prepa, encontré una caja vieja en el clóset de mis padres mientras buscaba una chamarra para la lluvia. Dentro había cartas amarillentas y fotos de una mujer joven con un niño pequeño en brazos. No era mi mamá ni era yo.

Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho. Esperé a que mi mamá estuviera sola para preguntarle.

—Mamá… ¿quién es esta mujer?

Ella palideció y se sentó en la cama.

—Es… es tu tía Rosa —dijo al fin—. La hermana de tu papá.

Pero algo en su voz no cuadraba. Esa noche no pude dormir. Al día siguiente enfrenté a mi papá cuando llegó del trabajo.

—¿Por qué nunca hablas de tu hermana Rosa?

Él me miró con furia y luego con un cansancio que nunca le había visto.

—Eso no te importa, Mariana. Hay cosas que es mejor no saber.

Pero yo ya no era una niña asustada. Busqué a mi abuela materna y le pregunté directamente.

—Tu papá tuvo otra familia antes de casarse con tu mamá —me confesó en voz baja—. Rosa fue su esposa y ese niño… era su hijo. Murieron en un accidente cuando él tenía veinticinco años.

Sentí como si el piso se abriera bajo mis pies. Ahora entendía su frialdad, su incapacidad para amar: estaba roto por dentro. Pero también entendí que nada justificaba el miedo en el que nos hacía vivir.

Esa noche enfrenté a mi papá por última vez.

—Papá, sé lo de Rosa y tu hijo. Entiendo tu dolor, pero no tienes derecho a tratarnos así. Yo no soy ellos; yo solo quiero que me quieras como soy.

Por primera vez vi lágrimas en sus ojos. No dijo nada; solo salió al patio y se quedó ahí hasta la madrugada.

Las cosas no cambiaron de inmediato. Pero poco a poco empezó a hablarme más suave, a preguntarme cómo me sentía. Mi mamá también empezó a levantar la voz cuando algo no le parecía justo.

Hoy tengo veinticinco años y estudio psicología para ayudar a otros a romper ciclos de dolor como el nuestro. Mi papá aún lucha con sus demonios, pero ya no le tengo miedo. Ahora sé que el amor propio es más fuerte que cualquier herida heredada.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en silencios y secretos? ¿Cuántos hijos esperan un abrazo que nunca llega? ¿Y si fuéramos valientes para hablar y sanar juntos?