Mamá, si no aceptas mi elección, me iré para siempre
—Mamá, si no aceptas mi elección, me iré. Para siempre…
Las palabras salieron de mi boca como un disparo, rebotando en las paredes de la cocina mientras mi madre, doña Carmen, apretaba los labios y me miraba con esos ojos que tantas veces me habían consolado, pero que ahora solo mostraban decepción. Afuera, el sol del mediodía caía a plomo sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en las afueras de Medellín. Dentro, el aire era denso, cargado de reproches y miedo.
—No digas tonterías, Santiago —me respondió ella, su voz temblando entre la rabia y el dolor—. ¿Cómo puedes pensar siquiera en dejar tu casa por… por esa muchacha?
La muchacha era Lucía. Lucía con su risa fácil y sus sueños grandes, Lucía con su piel morena y sus ojos llenos de esperanza. Lucía, la hija del hombre que todos en el barrio temían: don Ernesto, el jefe de la cooperativa de transporte, acusado de mil cosas que nunca se pudieron probar. Para mi madre, Lucía era un error; para mí, era mi futuro.
No respondí. Solo tomé mi mochila y salí de la casa. El calor me golpeó en la cara, pero no tanto como el peso de lo que acababa de decir. Caminé sin rumbo hasta la estación del tren suburbano. El silbido del tren anunciaba su llegada y yo sentí que era una señal: debía irme, aunque no supiera a dónde.
Subí al vagón casi vacío y me senté junto a la ventana. El traqueteo del tren era un consuelo extraño, como si cada sacudida me recordara que aún estaba vivo, que aún podía decidir. Frente a mí se sentó una pareja de ancianos. La señora sacó dos panes dulces de una bolsa y los repartió con ternura. El olor a pan fresco me hizo pensar en los desayunos con mamá, cuando todo era más sencillo.
Cerré los ojos y recordé la última conversación con Lucía.
—¿De verdad te irías por mí? —me preguntó ella, con miedo disfrazado de valentía.
—Si es necesario —le respondí—. No puedo seguir viviendo entre dos fuegos.
Ella bajó la mirada. Sabíamos que nuestras familias nunca aceptarían lo nuestro. En el barrio, los chismes vuelan más rápido que las noticias en la radio comunitaria. Mi madre decía que Lucía traería problemas; don Ernesto decía que yo no era suficiente para su hija.
El tren avanzaba y yo veía pasar los techos de zinc, los niños jugando descalzos en las calles llenas de baches, las mujeres barriendo las aceras mientras miraban con curiosidad cada movimiento ajeno. Todo eso era mi mundo… ¿podría dejarlo atrás?
De pronto, el celular vibró en mi bolsillo. Era un mensaje de mamá:
«Santiago, vuelve a casa. Hablemos. No quiero perderte.»
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era eso amor o manipulación? ¿Por qué el amor de una madre podía doler tanto?
El vagón se llenó poco a poco. Un grupo de jóvenes subió riendo y hablando fuerte sobre el partido del domingo. Una señora discutía por teléfono sobre el precio del arroz. Todo seguía igual afuera, pero dentro de mí algo se rompía.
Recordé la infancia: papá se fue cuando yo tenía ocho años. Mamá trabajó limpiando casas para darme lo poco que teníamos. Siempre me decía: «Santi, estudia para que no termines como tu padre». Yo estudié, pero también aprendí a soñar por mi cuenta.
Lucía era parte de ese sueño. Nos conocimos en la biblioteca del barrio; ella buscaba libros para su hermano menor y yo para una tarea aburrida de historia. Nos reímos porque ambos odiábamos la historia oficial y preferíamos los cuentos populares. Así empezó todo: entre libros prestados y promesas susurradas en los pasillos.
Pero el amor en nuestro barrio no es fácil. Hay reglas no escritas: no te metas con los hijos del enemigo, no desafíes a tu familia, no sueñes demasiado alto porque puedes caer más fuerte.
El tren se detuvo en una estación intermedia. Subió un hombre con cara cansada y uniforme azul; se sentó a mi lado y suspiró profundamente.
—¿Problemas en casa? —me preguntó sin mirarme.
Me sorprendió su intuición.
—Sí… algo así —respondí.
Él asintió como si supiera exactamente lo que sentía.
—A veces uno tiene que elegir entre lo que quiere y lo que debe —dijo—. Yo elegí quedarme por mis hijos… pero a veces me pregunto si fue lo correcto.
Sus palabras me golpearon más fuerte que cualquier regaño de mamá.
El tren siguió su camino y yo seguí pensando en Lucía, en mamá, en todo lo que podía perder o ganar. ¿Era justo tener que elegir? ¿Por qué el amor tenía que ser una guerra?
Llegué a la última estación sin saber qué hacer. Bajé del tren y caminé hasta un parque cercano. Me senté en una banca y llamé a Lucía.
—¿Dónde estás? —preguntó ella, preocupada.
—No lo sé… creo que estoy huyendo —le confesé.
—No tienes que huir solo —me dijo—. Si decides irte, yo voy contigo.
Sentí una mezcla de alivio y miedo. ¿Estábamos listos para enfrentar el mundo solos?
El sol empezaba a ocultarse detrás de las montañas cuando recibí otro mensaje de mamá:
«Santi, te amo aunque no entienda tus decisiones. Pero no quiero perderte como perdí a tu padre. Vuelve cuando quieras hablar.»
Las lágrimas rodaron por mis mejillas sin permiso. ¿Era posible reconciliar dos amores tan distintos? ¿Podría algún día mamá ver a Lucía como yo la veía?
Me quedé sentado hasta que las luces del parque se encendieron y el frío me obligó a moverme. Caminé despacio hacia la estación, pensando en todo lo que había dejado atrás y todo lo que podía construir si tenía el valor suficiente.
Hoy escribo esto desde un pequeño cuarto alquilado con Lucía. No fue fácil; hubo noches de hambre y días de dudas. Mamá aún no acepta del todo nuestra relación, pero poco a poco ha aprendido a respetar mi decisión.
A veces me pregunto: ¿vale la pena perderlo todo por amor? ¿O es precisamente ese riesgo lo que le da sentido a nuestra vida?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez tuvieron que elegir entre su familia y su felicidad? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?