Entre el deber y el deseo: La historia de Marta
—¿Por qué siempre llegas tan tarde, Marta? —la voz de mi madre retumbó en la cocina, mezclándose con el olor a sopa recalentada.
No respondí. Dejé la mochila en la silla, me serví un poco de sopa y me senté, mirando el reloj. Eran las ocho y media. Mis padres siempre llegaban tarde del trabajo, pero hoy, por alguna razón, mamá había regresado antes. Sentí su mirada sobre mí, inquisitiva, cansada. Yo tenía diecisiete años y desde que recuerdo, la rutina era la misma: llegar sola a casa, calentar lo que hubiera, hacer la tarea y esperar a que la casa se llenara de voces adultas.
—¿Cómo te fue en la escuela? —insistió ella, pero su tono era más automático que interesado.
—Bien —mentí. Porque ¿cómo decirle que desde hace semanas no puedo concentrarme? Que mi corazón late rápido cada vez que entro al aula de historia y veo al profesor Julián Torres, el practicante nuevo de la universidad, con su voz grave y sus ojos oscuros que parecen leerme el alma.
En mi ciudad, una capital cualquiera de provincia en Colombia, todos se conocen. Las paredes oyen y los rumores vuelan más rápido que los buses viejos del centro. Por eso guardo silencio. Por eso no le cuento a nadie lo que siento.
Esa noche, mientras lavaba los platos, recordé la primera vez que Julián entró al salón. Era alto, delgado, con una camisa blanca arremangada y unos lentes que le daban un aire serio. Pero lo que más me impactó fue cómo nos habló: como si realmente le importara lo que pensábamos. No como los otros profesores, que solo repetían lo mismo año tras año.
—¿Qué opinan ustedes sobre la independencia? —preguntó ese día—. ¿Creen que realmente somos libres?
Nadie respondió. Yo tampoco. Pero desde entonces empecé a escribirle cartas que nunca entregué. Cartas donde le contaba mis miedos, mi soledad, mis ganas de irme lejos de esta ciudad donde todo es rutina y resignación.
Un viernes, después de clase, me quedé recogiendo mis cosas más despacio de lo normal. Julián se acercó.
—Marta, ¿puedo hablar contigo un momento?
Sentí cómo se me helaban las manos.
—Claro, profe.
—He notado que participas poco en clase, pero tus trabajos son excelentes. ¿Te pasa algo?
Quise decirle todo: que me siento invisible en mi casa, que nadie me escucha, que a veces quisiera ser otra persona. Pero solo bajé la mirada y murmuré:
—No, nada grave.
Él asintió con una sonrisa triste.
—Si alguna vez necesitas hablar…
Asentí y salí corriendo antes de que pudiera ver las lágrimas asomando en mis ojos.
Esa noche soñé con él. Soñé que me llevaba lejos, a una ciudad donde nadie nos conocía y yo podía ser libre. Pero al despertar, la realidad era otra: el sonido de la licuadora de mamá preparando jugo para llevar al trabajo y papá leyendo el periódico sin mirarme.
Los días pasaron y mi obsesión creció. Empecé a buscar excusas para quedarme más tiempo en la escuela: ayudaba en la biblioteca, me ofrecía para organizar materiales. Julián siempre estaba ahí, amable pero distante.
Un día escuché a dos compañeras hablando en el baño:
—Dicen que Marta está detrás del practicante…
—¿En serio? ¡Qué descarada! Si lo descubren la expulsan.
Sentí un nudo en el estómago. En mi colegio no perdonan esos rumores; las chicas como yo terminan siendo señaladas por años.
Esa tarde llegué a casa y encontré a mi padre sentado en la sala con cara seria.
—Marta, tu mamá y yo queremos hablar contigo —dijo sin rodeos.
Me senté frente a ellos, temblando.
—Nos llamó la directora —empezó mamá—. Dice que andas distraída, que te quedas mucho tiempo en la escuela…
—¿Hay algo que debamos saber? —insistió papá.
Negué con la cabeza. No podía decirles la verdad. No podía decirles que me sentía sola, que necesitaba cariño y atención. Que Julián era solo un refugio para mis pensamientos más oscuros.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente fui a clase como un fantasma. Julián notó mi tristeza y al final del día me alcanzó en el pasillo.
—Marta…
Lo miré a los ojos por primera vez sin miedo.
—¿Por qué nadie me ve? —le pregunté con voz quebrada.
Él suspiró y me puso una mano en el hombro.
—A veces los adultos estamos tan ocupados sobreviviendo que olvidamos mirar a quienes más nos necesitan.
Sentí un alivio extraño al escucharlo. No era amor lo que sentía por él; era hambre de ser vista, de ser escuchada.
Pasaron los meses y Julián terminó sus prácticas. El último día me regaló un libro con una dedicatoria: “Para Marta, que nunca deje de buscar su voz”.
Guardé ese libro como un tesoro. En casa las cosas no cambiaron mucho: mis padres seguían ausentes, pero yo empecé a escribir más. Descubrí que podía contar mi historia aunque nadie escuchara; podía gritar en silencio hasta encontrar quien quisiera oírme.
Hoy miro atrás y entiendo: no estaba enamorada de Julián; estaba enamorada de la posibilidad de ser alguien distinta. De romper el ciclo de soledad y resignación que tantas chicas viven en ciudades como la mía.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Martas hay allá afuera esperando ser vistas? ¿Cuántos adultos olvidan mirar a sus hijos porque están demasiado ocupados sobreviviendo? ¿Y si nos atreviéramos a hablar más de lo que sentimos?