¿Divorcio? ¡Me quedo con papá!
—¡No quiero irme contigo, mamá! —gritó Camila, su voz temblando de rabia y miedo. La maleta azul seguía abierta sobre la cama, pero ella se aferraba al marco de la puerta como si de eso dependiera su vida. Martín, mi esposo, la miraba en silencio, los ojos llenos de una tristeza que no recordaba haber visto antes.
En ese instante, sentí que el mundo se partía en dos. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? ¿En qué momento el amor se nos escapó de las manos como agua entre los dedos?
Mi nombre es Patricia y nací en un barrio humilde de Guadalajara. Siempre soñé con una familia unida, con domingos de comida casera y risas en la mesa. Cuando conocí a Martín en la universidad, creí que ese sueño se haría realidad. Nos casamos jóvenes, llenos de ilusiones y promesas. Pero la vida, con sus vueltas y sus golpes, fue apagando poco a poco la chispa entre nosotros.
Al principio eran solo pequeños desacuerdos: él quería ahorrar para comprar una casa, yo prefería invertir en el negocio familiar de mi mamá. Después vinieron las noches en silencio, cada uno mirando su celular, fingiendo que todo estaba bien. La rutina nos devoró sin piedad. Las conversaciones se volvieron escasas y las risas, un recuerdo lejano.
—Paty, tenemos que hablar —me dijo Martín una noche mientras lavaba los platos.
Sentí un nudo en el estómago. Sabía lo que venía, pero no quería escucharlo. Me aferré a la idea de que todo era una mala racha, que el amor podía más. Pero ya no quedaba amor, solo costumbre y reproches guardados bajo la alfombra.
—¿Y Camila? —pregunté con voz baja.
—Eso es lo más difícil —respondió él—. No quiero que sufra.
Durante semanas evitamos el tema frente a nuestra hija. Pero los niños perciben todo. Camila empezó a tener pesadillas, a pedir que la llevara a dormir a nuestra cama. Un día, la encontré llorando en el baño.
—¿Por qué ya no se quieren? —me preguntó con esos ojos grandes que heredó de mí.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que el amor se desgasta? ¿Que a veces dos personas simplemente dejan de entenderse?
La decisión llegó como un trueno en plena tormenta: nos separaríamos. Martín se iría a vivir con su hermano al otro lado de la ciudad y yo me quedaría en el departamento con Camila… o eso creía.
El día de la mudanza fue un caos de cajas y recuerdos rotos. Camila se encerró en su cuarto y no quiso salir ni para despedirse de su papá. Yo trataba de mantenerme fuerte, pero por dentro me sentía hecha pedazos.
Esa noche, mientras acomodaba la ropa de Camila en su armario, ella entró al cuarto con los ojos hinchados.
—Mamá… yo quiero irme con papá —dijo en voz baja.
Sentí que me arrancaban el corazón del pecho. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué mi hija prefería irse con él?
—¿Por qué, mi amor? —pregunté tratando de no llorar.
—Porque tú siempre estás ocupada… siempre estás cansada o enojada. Papá me escucha más —susurró.
No supe qué responderle. Recordé todas las veces que le pedí silencio porque tenía trabajo pendiente, todas las noches que llegué tarde del negocio y ella ya estaba dormida. ¿En qué momento dejé de ser la mamá que quería ser?
Martín aceptó llevarse a Camila por unos días para que pensara bien lo que quería. Yo me quedé sola en un departamento lleno de juguetes y silencio. Las paredes parecían cerrarse sobre mí.
Mi mamá vino a visitarme al tercer día.
—Patricia, hija… no te castigues así. Los niños sufren con los divorcios, pero también aprenden —me dijo mientras preparaba café.
—¿Y si nunca vuelve? —pregunté entre lágrimas.
—Entonces tendrás que aprender a vivir para ti misma —respondió ella—. Pero no te rindas tan fácil.
Esa noche llamé a Camila por videollamada. Ella sonrió al verme, pero noté que tenía los ojos tristes.
—¿Cómo estás, mi amor?
—Bien… papá me llevó al parque y fuimos por helado —dijo sin mucho entusiasmo.
—Te extraño mucho —le confesé.
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Yo también te extraño, mamá.
Pasaron los días y la casa se volvió aún más fría. Empecé a cuestionarme todo: mi papel como madre, como esposa, como mujer. ¿Había sido demasiado dura? ¿Había dejado de escuchar a Martín? ¿Había dejado sola a mi hija?
Una tarde recibí un mensaje de Martín: «Camila quiere verte». Corrí al parque donde solíamos ir los domingos. Allí estaba ella, sentada en un columpio, abrazando su peluche favorito.
Me acerqué despacio y me senté a su lado.
—¿Podemos hablar? —le pregunté.
Ella asintió sin mirarme.
—Sé que he estado ausente… sé que te he fallado muchas veces —le dije con la voz quebrada—. Pero te amo más que a nada en este mundo y quiero arreglar las cosas contigo.
Camila me miró por fin, los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y si vuelven a pelear? —preguntó temblando.
—No lo sé… pero prometo intentarlo todo para que estés bien —le respondí abrazándola fuerte.
Esa noche Camila volvió conmigo al departamento. No fue fácil; las heridas seguían abiertas y el miedo seguía ahí. Pero empezamos a hablar más, a escucharnos sin juzgar. Martín venía a visitarla cada semana y poco a poco logramos construir una nueva rutina: distinta, imperfecta, pero nuestra.
A veces me pregunto si tomamos la decisión correcta. Si debimos luchar más por nuestro matrimonio o si fue mejor separarnos antes de hacernos más daño. Lo único que sé es que el amor por mi hija me dio fuerzas para seguir adelante.
Hoy miro atrás y veo a esa Patricia asustada y rota… y me doy cuenta de cuánto he crecido. Aprendí que nadie te enseña a ser madre ni esposa; aprendemos sobre la marcha, cometiendo errores y pidiendo perdón cuando es necesario.
A veces me despierto en medio de la noche y escucho la respiración tranquila de Camila a mi lado. Y me pregunto: ¿cuántas familias viven esto en silencio? ¿Cuántas madres sienten el mismo miedo y culpa?
¿Ustedes qué harían si su hijo tuviera que elegir entre papá o mamá? ¿Es posible sanar después de tanto dolor?