Hijo en la Sombra de un Padre Héroe
—¡Emiliano! —grité, pero solo el eco de mi voz contestó en la escalera vacía. El olor a humedad y el rechinar de mis zapatos sobre el cemento me devolvieron a la realidad: estaba sola, otra vez, subiendo al tercer piso con la bolsa del mandado. Contaba los escalones, uno, dos, tres… como cuando Emiliano era niño y regresábamos del kínder. Él siempre se detenía en el escalón número trece y me decía: “Mamá, aquí es donde los valientes descansan”.
Ahora, a mis cincuenta y dos años, me pregunto si los valientes realmente descansan o si solo desaparecen. Porque Emiliano, mi hijo, mi orgullo, mi dolor, lleva tres semanas desaparecido. La última vez que lo vi fue con su uniforme militar, ese que tanto odié y que él tanto amaba. “Mamá, tengo que ir. Es mi deber”, me dijo antes de besarme la frente y salir por la puerta.
Mi esposo, Don Julián, fue soldado también. En este barrio de Ciudad Juárez todos lo conocen como “el héroe”, porque hace años salvó a una familia durante un tiroteo entre narcos y militares. Pero nadie sabe lo que esa noche nos costó. Nadie vio las pesadillas que lo despertaban gritando, ni las veces que se encerró en el baño a llorar para que Emiliano no lo viera. Nadie supo que yo tuve que aprender a dormir con miedo.
—¿Por qué tenía que seguir tus pasos? —le reclamé a Julián la noche que nos avisaron que Emiliano estaba desaparecido en una operación en la sierra de Chihuahua.
Él solo bajó la cabeza. “No pude detenerlo, Agustina. Él quería ser como yo”.
—¿Y tú querías ser así? ¿Querías cargar con esto toda tu vida?
No contestó. Solo se fue a encerrar otra vez.
Las noticias no ayudan. Cada día hay más desaparecidos. Cada día hay más madres buscando a sus hijos en fosas clandestinas o en hospitales. Yo no quiero ser una de ellas, pero cada vez que suena el teléfono, el corazón se me detiene.
Mi hermana Lucía me llama todos los días desde Monterrey. “Aguanta, Agustina. Los militares siempre regresan”, dice. Pero yo sé que no siempre es así. En la mesa del comedor tengo una vela encendida y la foto de Emiliano con su uniforme y esa sonrisa terca que heredó de mí.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando solo en la sala:
—Perdóname, hijo… perdóname por enseñarte a no tener miedo.
Me asomé y lo vi con la cabeza entre las manos, los hombros temblando. No supe si abrazarlo o gritarle. Porque yo también estaba enojada con él, con Emiliano, conmigo misma por no haberlo detenido.
Esa noche soñé con Emiliano. Venía corriendo por el pasillo del edificio, como cuando era niño y traía los zapatos llenos de lodo después de jugar fútbol en el parque. Me abrazaba fuerte y me decía: “Mamá, ya estoy en casa”. Me desperté llorando.
Los días pasan lentos. Los vecinos preguntan con miradas llenas de lástima. Algunos murmuran: “Pobre Agustina, perdió a su hijo como perdió a su marido en vida”. Porque Julián ya no es el mismo desde que Emiliano desapareció. Apenas come, apenas habla.
Un día llegó una carta del ejército. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. La abrí con manos temblorosas:
“Señora Agustina Ramírez: Lamentamos informarle que su hijo Emiliano Ramírez continúa en calidad de desaparecido…”
No pude leer más. Grité tan fuerte que Lucía vino corriendo desde su departamento al otro lado del pasillo.
—¡No está muerto! —grité— ¡No está muerto!
Lucía me abrazó y lloramos juntas en el suelo de la cocina.
Esa noche Julián se sentó a mi lado en la cama por primera vez en semanas.
—¿Recuerdas cuando Emiliano aprendió a andar en bicicleta? —me preguntó con voz ronca.
—Sí… se cayó muchas veces pero nunca quiso que lo ayudáramos.
—Así era él… siempre quería levantarse solo.
Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera llovía y el sonido del agua contra la ventana me hizo pensar en todas las madres que esperan bajo la lluvia noticias de sus hijos.
Pasaron los días y las semanas. Yo seguía subiendo las escaleras contando los escalones, como si al llegar al trece Emiliano fuera a aparecer mágicamente frente a mí.
Un domingo por la tarde tocaron la puerta. Era el capitán Morales, amigo de Julián desde los tiempos del cuartel.
—Agustina… Julián… tenemos noticias —dijo con voz grave.
Sentí que el mundo se detenía. Julián apretó mi mano tan fuerte que casi me dolió.
—Encontraron a Emiliano —dijo Morales— Está vivo… pero herido. Lo están trasladando al hospital militar en Chihuahua.
No recuerdo cómo llegamos al hospital. Solo recuerdo el olor a desinfectante y el sonido de las máquinas. Emiliano estaba pálido, con vendas en el brazo y moretones en la cara, pero estaba vivo.
—Mamá… —susurró cuando me vio— ¿Contaste los escalones?
Lloré como nunca antes en mi vida. Julián se arrodilló junto a la cama y le tomó la mano.
—Perdóname, hijo…
Emiliano sonrió débilmente:
—No hay nada que perdonar, papá. Yo elegí este camino porque quería ser valiente… como tú.
En ese momento entendí que la sombra del padre puede ser pesada, pero también puede ser un refugio cuando más lo necesitas.
Hoy Emiliano sigue recuperándose. Julián y yo hablamos más que nunca antes sobre nuestros miedos y errores. Aprendimos que ser valiente no es no tener miedo, sino enfrentarlo juntos como familia.
A veces me pregunto: ¿Cuántos hijos más tendrán que cargar con las sombras de sus padres? ¿Cuántas madres más tendrán que esperar noticias bajo la lluvia? ¿Vale la pena este sacrificio?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?