El eco de tu nombre en la lluvia

—¿Por qué sigues viniendo aquí, Julián? —me preguntó mi hermana Lucía desde el asiento del copiloto, con la voz cargada de cansancio y resignación. Afuera, la lluvia golpeaba el parabrisas como si quisiera borrar mis recuerdos a la fuerza.

No le respondí. ¿Cómo explicarle que cada vez que paso por la esquina de Insurgentes y Álvaro Obregón, siento que Mariana podría aparecer entre la multitud, como aquella tarde hace un año? ¿Cómo decirle que, aunque sé que es una locura, no puedo evitarlo?

La primera vez que la vi fue en la cafetería donde trabajaba después de clases. Yo tenía veinticuatro años y ella apenas veinte, pero su risa llenaba el lugar como si fuera verano en pleno diciembre. Mariana era de Veracruz, pero había llegado a Ciudad de México buscando una vida mejor, escapando de un padre violento y una madre ausente. Nos hicimos amigos rápido; después, amantes. Nadie entendía cómo alguien tan alegre podía cargar con tanta tristeza en los ojos.

—Julián, tienes que dejarla ir —insistió Lucía—. Mamá está enferma y papá apenas puede pagar las medicinas. No puedes seguir perdiendo el tiempo aquí.

Sentí el peso de la culpa apretándome el pecho. Mi familia siempre había sido mi ancla y mi tormenta. Mi padre, Don Ernesto, era taxista desde hacía treinta años; mi madre, Doña Rosa, vendía tamales en la esquina del mercado. Desde niño aprendí que en esta ciudad nadie te regala nada. Por eso me dolía tanto haber fallado: no solo a ellos, sino también a Mariana.

La última vez que la vi fue un día gris como este. Yo salía del trabajo en la imprenta cuando la vi cruzando la calle apresurada, con una mochila vieja y los ojos rojos de tanto llorar. Grité su nombre, pero el ruido de los camiones lo ahogó. Cuando logré alcanzarla, ya no estaba.

Esa noche volví a casa y encontré a mi padre borracho en la sala, gritando que yo era un inútil por no ayudar más con los gastos. Mi madre lloraba en silencio en la cocina. Lucía intentaba calmar a todos, pero era inútil. En ese momento sentí que todo se desmoronaba: mi familia, mi trabajo precario, mi amor perdido.

—¿Sabes qué me dijo Mariana antes de irse? —le pregunté a Lucía sin mirarla—. Que yo era demasiado bueno para ella. Que no quería arrastrarme a sus problemas.

Lucía suspiró y me tomó la mano.

—Tal vez tenía razón. O tal vez solo tenía miedo.

La lluvia seguía cayendo y las luces de los coches se reflejaban en los charcos como fantasmas del pasado. Cerré los ojos y recordé las noches en las que Mariana y yo soñábamos con irnos juntos a Veracruz, abrir una pequeña cafetería frente al mar y dejar atrás todo este caos.

Pero los sueños son caros en esta ciudad. Y el miedo pesa más que el amor.

Un día, Mariana me confesó su mayor secreto: estaba embarazada. No era mío. Había sido víctima de una agresión meses antes de conocerme y nunca tuvo el valor de denunciarlo. Su familia le dio la espalda y ella decidió huir a la capital para empezar de nuevo. Cuando me lo contó, lloramos juntos hasta quedarnos dormidos.

—No tienes que quedarte conmigo —me dijo entonces—. No quiero arruinarte la vida.

Pero yo ya estaba arruinado sin ella.

Después de su desaparición, busqué en hospitales, estaciones de policía y hasta en refugios para mujeres. Nadie sabía nada. La ciudad se tragó su rastro como si nunca hubiera existido.

Mi padre se enteró del embarazo por boca de una vecina chismosa y me echó en cara haberme metido con «una cualquiera». Esa noche discutimos tanto que terminé durmiendo en la calle. Mi madre me dejó un plato de comida envuelto en una servilleta con un mensaje: «No te rindas».

Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir sin Mariana, pero nunca dejé de buscarla. Cada vez que veía una mujer con cabello largo y oscuro en el metro o escuchaba su canción favorita en la radio, sentía que el corazón se me salía del pecho.

—¿Y si nunca vuelve? —preguntó Lucía suavemente—. ¿Qué vas a hacer?

No supe qué responderle. Tal vez seguir esperando. Tal vez aprender a vivir con el vacío.

Un día recibí una llamada anónima al trabajo. Una voz temblorosa me dijo:

—Julián… soy yo.

El mundo se detuvo. Reconocí al instante el susurro de Mariana.

—¿Dónde estás? ¿Estás bien? —pregunté desesperado.

—No puedo decirte mucho… Solo quería que supieras que estoy viva y que… te extraño.

La llamada se cortó antes de que pudiera decirle cuánto la amaba, cuánto la necesitaba.

Desde entonces, cada noche vuelvo a este lugar con la esperanza absurda de verla aparecer entre las sombras. A veces pienso que todo fue un sueño; otras veces creo que fue mi culpa por no haber luchado más fuerte contra mis propios miedos y los prejuicios de mi familia.

La vida sigue: Lucía consiguió trabajo como recepcionista en un consultorio dental; mi madre sigue vendiendo tamales aunque ya casi no puede caminar; mi padre dejó de beber pero nunca volvió a mirarme igual. Yo sigo trabajando en la imprenta y escribiendo cartas para Mariana que nunca envío.

A veces me pregunto si hay otros como yo: personas atrapadas entre el pasado y el presente, entre lo que pudieron ser y lo que son ahora.

Esta ciudad está llena de historias como la mía: amores imposibles, familias rotas por secretos y silencios, sueños aplastados por la rutina diaria. Pero también está llena de esperanza, aunque sea pequeña y frágil como una llama bajo la lluvia.

Hoy vuelvo a esperar bajo el aguacero, con el corazón hecho trizas pero aún latiendo por ella.

¿Vale la pena seguir esperando por alguien que tal vez nunca regrese? ¿O es hora de dejar ir el pasado para poder empezar de nuevo?