El héroe invisible: La historia de Tomás y su padre

—¡Diego! —grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mi llamado se perdía entre los gritos y el humo de la calle. Las sirenas aullaban y el olor a gas lacrimógeno me quemaba los ojos. No podía ver nada, solo sombras corriendo, policías golpeando a jóvenes, madres llorando. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a explotar. ¿Dónde estaba mi hijo?

Todo comenzó hace dos semanas, pero siento que han pasado años. Diego siempre fue inquieto, curioso, con esa chispa en los ojos que me recordaba a su abuelo, un hombre que luchó por la justicia en tiempos aún más oscuros. Yo, Tomás, nunca quise ser héroe. Solo quería una vida tranquila para mi familia en este barrio de Ciudad del Este, donde las paredes están llenas de grafitis y los sueños parecen desvanecerse con cada nuevo gobierno.

Esa tarde, Diego salió con sus amigos a la marcha. «Papá, es por nuestros derechos, por el futuro», me dijo antes de irse. Yo solo le pedí que tuviera cuidado. «No te preocupes, viejo, vuelvo antes de la cena», me prometió con esa sonrisa que siempre me desarma. Pero no volvió.

Desde entonces, cada día es una tortura. Subo las escaleras del edificio contando los escalones: uno, dos, tres… como cuando Diego era niño y volvíamos del mercado. Él repetía los números conmigo, y yo sentía que todo estaba bien. Ahora cada escalón es un peso más en mi alma.

Mi esposa, Mariana, apenas puede hablar. Se encierra en el cuarto de Diego y reza. Yo no puedo quedarme quieto. He ido a hospitales, comisarías, morgues. Nadie sabe nada o nadie quiere hablar. «Señor, hay muchos desaparecidos estos días», me dicen los policías con indiferencia. «Vuelva mañana».

Pero yo no puedo esperar. No puedo dormir. Cada noche escucho los pasos de Diego en el pasillo, su risa, su voz llamándome: «¡Papá!». Pero solo es mi mente jugándome malas pasadas.

Ayer fui al mercado como siempre. La señora Rosa me vio y bajó la mirada. Todos en el barrio saben lo que pasó. Algunos me evitan, otros me dan palmadas en la espalda y dicen «fuerza, Tomás». Pero nadie sabe cómo ayudarme.

En la fila del pan escuché a dos jóvenes hablar:
—Dicen que los llevan a la comisaría de San Miguel y después nadie los ve más.
—¿Y si vamos a buscar? —preguntó el otro.
—¿Y si nos pasa lo mismo?

Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo puede ser que tengamos tanto miedo? ¿Cómo puede ser que nuestros hijos desaparezcan y nadie haga nada?

Esa noche decidí que no podía seguir esperando. Fui a la plaza donde empezó la marcha. Había velas encendidas y fotos de chicos desaparecidos pegadas en los árboles. Me acerqué a una mujer que lloraba frente a una foto.
—¿Es su hijo? —le pregunté.
—Sí —me respondió sin mirarme—. Hace una semana que no sé nada de él.

Nos abrazamos sin decir palabra. Éramos dos desconocidos unidos por el mismo dolor.

Al día siguiente fui a la radio comunitaria. Pedí hablar al aire:
—Mi nombre es Tomás Ramírez. Mi hijo Diego desapareció hace dos semanas en la protesta del centro. No soy el único padre buscando a su hijo. No podemos quedarnos callados. Si alguien sabe algo, por favor, ayúdennos.

Mi voz temblaba pero sentí una fuerza nueva dentro de mí. Al salir de la radio, varios vecinos se acercaron:
—Tomás, cuenta conmigo para lo que necesites.
—Mi primo trabaja en el hospital, voy a preguntarle si vio algo.
—No estás solo.

Por primera vez sentí que no estaba luchando solo contra el mundo.

Esa noche Mariana salió del cuarto de Diego y me abrazó fuerte:
—No lo vamos a dejar solo —me dijo—. Vamos a encontrarlo.

Juntos empezamos a organizar a otros padres y madres del barrio. Hicimos listas de desaparecidos, fuimos a la prensa, hablamos con organizaciones de derechos humanos. Cada día era una batalla contra la indiferencia y el miedo.

Una tarde recibí una llamada anónima:
—Su hijo está vivo —dijo una voz temblorosa—. Lo vi en la comisaría de San Miguel hace tres días.

Corrí hasta allá con otros padres. Nos negaron la entrada pero no nos fuimos. Gritamos sus nombres hasta que salieron los medios y las cámaras nos enfocaron. La presión funcionó: al día siguiente liberaron a varios jóvenes, entre ellos Diego.

Cuando lo vi salir, flaco y con moretones pero vivo, sentí que podía respirar otra vez. Lo abracé tan fuerte que pensé que nunca más lo soltaría.

Esa noche cenamos juntos los tres por primera vez en semanas. Diego apenas hablaba pero sus ojos decían todo: miedo, rabia, esperanza.

Ahora sé que ser padre no es solo cuidar y proteger; es también luchar cuando todo parece perdido. No soy un héroe como los de las películas, pero hice lo que cualquier padre haría por su hijo.

A veces me pregunto: ¿Cuántos padres más tendrán que pasar por esto? ¿Cuándo dejarán nuestros hijos de tener miedo por alzar la voz? ¿Qué harías tú si te tocara vivirlo?