Cuando el Silencio Rompe la Noche
—¿Hola?—susurré, con la voz temblorosa, mientras el teléfono vibraba en mi mano sudorosa. El reloj marcaba las 2:17 de la madrugada y el zumbido del ventilador apenas lograba disimular el silencio denso del apartamento. Mi esposa, Mariana, dormía a mi lado, ajena al huracán que se desataba dentro de mí.
—¿Sofía?—la voz de Andrés sonó como un eco lejano, cargado de nostalgia y urgencia—. No podía esperar más. Te extraño. ¿Podemos vernos?
Sentí cómo la sangre me subía a la cabeza y tuve que salir de la habitación, arrastrando los pies descalzos por el suelo frío del departamento en Barranquilla. Apoyé la frente contra la pared del pasillo, buscando en el frío un poco de alivio para el fuego que me consumía por dentro.
—Andrés, no puedes llamarme a esta hora…—murmuré, mirando de reojo la puerta entreabierta del cuarto donde dormía mi hija Valentina, abrazada a su peluche favorito.
—Sofía, por favor. No aguanto más este silencio. Desde que volviste a mi vida no puedo dejar de pensar en ti. Dame solo diez minutos, donde sea…
Cerré los ojos con fuerza. ¿Cómo explicarle que mi vida ya no era solo mía? Que cada decisión tenía el peso de una familia, de una rutina tejida con años de sacrificios y promesas. Pero su voz me arrastraba como una corriente imparable hacia recuerdos que creía enterrados: los paseos por el Malecón, las risas compartidas en los carnavales, los sueños de juventud que nunca se cumplieron.
—No puedo…—dije, aunque mi corazón gritaba lo contrario.
Colgué antes de escuchar su respuesta y me quedé allí, temblando, mientras el sudor frío me recorría la espalda. El eco de su voz seguía retumbando en mi pecho. Volví a la habitación y me tumbé junto a Mariana, quien murmuró algo entre sueños y se acomodó en mi hombro. Sentí una punzada de culpa tan aguda que tuve que morderme el labio para no llorar.
La mañana llegó como una bofetada. Mariana preparaba café en la cocina mientras Valentina veía caricaturas en la sala. El aroma del pan recién hecho llenaba el aire, pero yo apenas podía tragar saliva.
—¿Dormiste mal?—preguntó Mariana, sirviéndome una taza.
—Un poco… pesadillas—mentí, evitando su mirada.
Ella suspiró y se sentó frente a mí.
—Últimamente estás distante. ¿Pasa algo en el trabajo?
Negué con la cabeza y forcé una sonrisa. ¿Cómo decirle que el problema no era el trabajo sino un amor antiguo que había regresado como un fantasma a reclamar lo suyo?
El día transcurrió lento y pesado. En la oficina, los papeles se apilaban sobre mi escritorio mientras los mensajes de Andrés llegaban uno tras otro: “Solo quiero verte”, “No te pido nada más”, “Dime dónde y cuándo”. Cada notificación era un latigazo.
A las seis de la tarde, mientras recogía a Valentina del colegio, sentí que no podía más. La ciudad hervía bajo el sol caribeño y yo sudaba frío. Miré a mi hija, tan inocente, tan ajena al torbellino de emociones que me desgarraba por dentro.
Esa noche, después de acostar a Valentina y ver cómo Mariana se sumergía en sus novelas mexicanas favoritas, salí al balcón con el celular en la mano. El cielo estaba cubierto de nubes y el aire olía a lluvia próxima.
“Ven cuando puedas”, escribí finalmente a Andrés. No tardó ni un minuto en responder: “Estoy abajo”.
Bajé las escaleras con el corazón en la garganta. Allí estaba él, apoyado contra su viejo Renault azul, con esa sonrisa torcida que siempre me desarmaba.
—Sofía…—susurró al verme.
Nos quedamos en silencio unos segundos eternos hasta que él rompió la distancia y me abrazó fuerte. Sentí cómo todo mi cuerpo se rendía ante ese contacto prohibido.
—No sabes cuánto te he extrañado—dijo él, acariciando mi cabello.
—Esto está mal…—balbuceé, pero no me aparté.
Andrés me miró a los ojos con una mezcla de tristeza y esperanza.
—¿Por qué tiene que estar mal amar? ¿Por qué siempre tenemos que elegir entre lo que queremos y lo que debemos?
No supe qué responderle. Solo sentí las lágrimas correr por mis mejillas mientras él me besaba suavemente.
Estuvimos juntos menos de media hora. Hablamos poco; nos miramos mucho. Cuando volví al apartamento, Mariana ya dormía y Valentina había dejado su cuaderno abierto sobre la mesa con un dibujo de los tres tomados de la mano bajo un sol sonriente.
Me senté en la oscuridad del comedor y lloré como no lo hacía desde niña. Lloré por lo perdido, por lo imposible, por lo prohibido. Lloré porque sabía que esa noche había cruzado una línea invisible y que nada volvería a ser igual.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Andrés insistía en verme; Mariana sospechaba cada vez más; Valentina me miraba con esos ojos grandes llenos de preguntas mudas. La culpa era un peso insoportable.
Una tarde, Mariana me enfrentó:
—¿Hay alguien más?—preguntó sin rodeos.
Sentí que el mundo se detenía. Quise negarlo, inventar una excusa cualquiera, pero no pude mentirle más.
—Sí… pero no sé cómo pasó…
Mariana lloró en silencio mientras yo intentaba explicarle lo inexplicable. Hablamos durante horas; gritamos; nos abrazamos; nos odiamos y nos perdonamos mil veces en una sola noche.
Al final, ella tomó mi mano y dijo:
—No sé si puedo perdonarte ahora… pero quiero intentarlo por Valentina. Por nosotras.
Desde entonces nada ha sido igual. La confianza es un hilo delgado que se tensa cada día. Andrés desapareció de mi vida como llegó: de repente y dejando un vacío imposible de llenar.
Hoy escribo esto sentada en el mismo balcón donde todo comenzó. Miro las luces de Barranquilla titilar a lo lejos y me pregunto si alguna vez podré perdonarme por haber puesto en riesgo lo más sagrado que tenía: mi familia.
¿Vale la pena sacrificarlo todo por un amor imposible? ¿Cuántas veces podemos rompernos antes de dejar de ser quienes éramos?