Cuando el pasado llama: La decisión de Mariana

—¿Mariana?— La voz de Gabriel atravesó la noche como un relámpago, rompiendo la calma de mi pequeño apartamento en Buenos Aires. El teléfono vibraba en mi mano temblorosa. Sentí que el corazón se me subía a la garganta, tan fuerte que temí que despertara a Julián, mi esposo, que dormía a pocos metros, ajeno a la tormenta que se desataba en mi pecho.

—¿Gabriel?— susurré, apenas atreviéndome a pronunciar su nombre. Hacía años que no escuchaba esa voz, pero el eco de su risa y sus palabras seguían vivos en mi memoria, como una herida que nunca terminó de cerrar.

—Tanto tiempo… No podía esperar más. Te extraño, Mariana. No dejo de pensar en vos. ¿Podemos vernos?— Su voz era urgente, cargada de esa pasión que siempre me había hecho sentir viva y peligrosa.

Miré hacia la habitación. Julián roncaba suavemente, ajeno a todo. En la mesa del comedor, los cuadernos de mi hija Lucía esperaban mi firma para la tarea del colegio. Todo era tan normal, tan cotidiano… hasta ese momento.

—No puedo hablar ahora— susurré, con la voz quebrada.

—Por favor, vení cuando puedas. Sabés dónde encontrarme— dijo Gabriel antes de cortar.

Me quedé mirando el teléfono, sintiendo cómo el pasado me arrastraba como una corriente subterránea. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años?

La noche se hizo interminable. Me levanté varias veces a mirar a Lucía dormir, su carita tranquila entre las sábanas floreadas. Pensé en Julián, en todo lo que habíamos construido juntos: el departamento pequeño pero propio, las cenas de milanesa con puré los domingos, las peleas por tonterías y las reconciliaciones silenciosas. Pensé también en todo lo que había callado, en ese amor prohibido que había dejado atrás por miedo, por deber, por no romper lo poco que tenía.

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, Julián notó mi distracción.

—¿Te pasa algo?— preguntó mientras revolvía el café.

—No dormí bien— mentí, evitando su mirada.

Lucía entró corriendo a la cocina, con su uniforme azul y blanco.

—¡Mamá! ¡Hoy tengo prueba de matemáticas! ¿Me ayudás después del cole?—

La abracé fuerte. Sentí una punzada de culpa tan intensa que casi me ahoga.

Esa tarde, mientras caminaba hacia el trabajo, pasé por el viejo café donde solía encontrarme con Gabriel cuando éramos jóvenes y todo parecía posible. El lugar seguía igual: las mismas mesas de madera gastada, el aroma a medialunas recién horneadas. Me detuve frente a la puerta, dudando. ¿Y si entraba? ¿Y si sólo hablábamos?

Entré. Gabriel estaba ahí, sentado junto a la ventana, con la misma sonrisa triste de siempre.

—Sabía que vendrías— dijo sin levantarse.

Me senté frente a él. Por un momento, el tiempo retrocedió: éramos dos estudiantes universitarios soñando con cambiar el mundo y amándonos sin miedo al futuro.

—¿Por qué ahora?— pregunté.

Gabriel suspiró.

—Nunca te olvidé. Probé seguir adelante, pero ninguna otra mujer fue como vos. Sé que tenés tu vida… pero yo también merezco ser feliz. Y creo que vos también.

Sentí las lágrimas arderme en los ojos. ¿Era feliz? ¿O sólo estaba cómoda?

Hablamos durante horas. Recordamos viejos tiempos: las marchas estudiantiles en la Plaza de Mayo, los besos robados en los pasillos de la facultad, los sueños rotos por la realidad dura del país y nuestras propias inseguridades.

Cuando salí del café, el sol caía sobre la ciudad y sentí que llevaba un peso nuevo sobre los hombros. Esa noche no pude dormir. Julián notó mi distancia y me abrazó fuerte.

—¿Me amás todavía?— preguntó de repente.

Me quedé helada. ¿Cómo podía responderle sin mentirle ni romperle el corazón?

—Claro que sí…— respondí, pero mi voz sonó lejana incluso para mí.

Los días siguientes fueron un infierno. Gabriel me llamaba todos los días; Julián se volvía más atento; Lucía me pedía ayuda con sus tareas y me contaba sus sueños infantiles. Yo sentía que me partía en dos: una parte quería lanzarse al abismo del deseo y la otra aferrarse a la seguridad de lo conocido.

Una tarde lluviosa, Gabriel me esperó afuera del trabajo.

—No puedo más así— dijo mirándome a los ojos.— Dame una señal. Decime si todavía sentís algo por mí o si tengo que dejarte ir para siempre.

Me temblaban las manos. Quise decirle que sí, que todavía lo amaba; quise decirle que no podía dejar a mi familia; quise decirle tantas cosas… pero sólo pude llorar en silencio.

Esa noche le conté todo a Julián. Le hablé de Gabriel, de mi confusión, de mis miedos y mis deseos reprimidos durante años.

Julián lloró conmigo. No me gritó ni me juzgó. Sólo me abrazó y me dijo:

—No quiero perderte… Pero tampoco quiero que te quedes conmigo por lástima o por costumbre. Si necesitás irte para ser feliz… hacelo. Pero pensá bien si lo que buscás es amor o sólo una ilusión del pasado.

Pasaron semanas de silencio tenso en casa. Lucía notaba algo raro y me preguntaba si papá y mamá estaban peleados. Yo le decía que no, pero sabía que mentía.

Finalmente, una tarde cualquiera, decidí encontrarme con Gabriel una última vez.

Nos sentamos frente al río en Puerto Madero. El viento frío nos despeinaba y las luces de la ciudad titilaban a lo lejos.

—No puedo dejar todo atrás— le dije.— Amo a mi familia… pero también te amo a vos. No sé cómo vivir con este dolor.

Gabriel tomó mi mano.

—A veces hay que elegir entre dos cosas buenas… o entre dos dolores distintos. Yo voy a esperarte el tiempo que necesites. Pero no te pierdas a vos misma por miedo al qué dirán o por cumplir con lo que esperan los demás.

Nos despedimos sin promesas ni reproches. Volví a casa sintiendo un vacío inmenso pero también una extraña paz: había dicho la verdad por primera vez en años.

Hoy sigo aquí, intentando reconstruir mi vida junto a Julián y Lucía, aprendiendo a perdonarme y a entender mis propios deseos y límites. Gabriel sigue siendo un fantasma dulce en mis recuerdos; un amor imposible pero real.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre lo que quieren y lo que deben? ¿Cuántas veces callamos nuestros deseos por miedo al dolor o al juicio ajeno? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por mantener intacta una imagen perfecta?

¿Y ustedes? ¿Qué harían si el pasado llamara a su puerta justo cuando creen tenerlo todo bajo control?