El jurado invisible: Entre telas y prejuicios
—¿Y esa falda?— preguntó mi tío Ernesto, apenas crucé la puerta del departamento de mi abuela en la Narvarte. Su voz, cargada de sorpresa y desaprobación, cortó el bullicio de la sobremesa. Sentí las miradas de mis primos, mis hermanos y hasta de mi papá, que dejó a medias su vaso de agua de jamaica.
Me detuve en seco. La falda era azul, larga, con flores bordadas que había comprado en un tianguis de Coyoacán. Me encantaba cómo se movía con cada paso, cómo me hacía sentir libre y auténtica. Pero en ese instante, bajo la luz amarilla del comedor y el peso de tantas miradas, me sentí desnuda.
—¿Qué tiene?— respondí, intentando sonar casual, aunque mi voz tembló apenas un poco.
Mi primo Julián soltó una risa seca. —Nada, sólo que parece que vienes de una marcha feminista o algo así. ¿Ya no te acuerdas de cómo vestías antes?—
Mi papá frunció el ceño. —No es para tanto, pero sí te ves… diferente. Antes eras más discreta.—
Mi abuela, siempre tan prudente, me hizo señas para que me acercara y me susurró: —No les hagas caso, hija. Tú estás bonita así.— Pero el daño ya estaba hecho. Sentí cómo la vergüenza me subía por el cuello y me ardían los ojos.
La comida siguió, pero yo ya no estaba ahí. Escuchaba las conversaciones sobre política, fútbol y el precio del aguacate como si fueran murmullos lejanos. En mi mente, repasaba cada palabra, cada gesto. ¿Por qué mi ropa era tema de conversación? ¿Por qué los hombres de mi familia sentían derecho a opinar sobre mi cuerpo y mis elecciones?
Recordé cuando era niña y mi mamá me peinaba con trenzas apretadas para ir a la escuela. «Hay que verse bien para que no hablen mal de ti», decía siempre. Crecí creyendo que agradar a los demás era una obligación, que mi valor dependía de lo que otros pensaran.
Pero algo cambió cuando entré a la universidad. Conocí a mujeres como Mariana y Lucía, que se vestían como querían, sin miedo al qué dirán. Aprendí a elegir mi ropa por mí, no por los demás. Y sin embargo, ahí estaba yo, otra vez atrapada en el juicio ajeno.
Después del postre, salí al balcón a tomar aire. Julián me siguió.
—No te lo tomes personal— dijo, apoyándose en la baranda.—Es sólo que… no estamos acostumbrados a verte así.—
—¿Así cómo?— pregunté, sin mirarlo.
—Tan… segura. Tan diferente.—
Me reí amargamente. —¿Y eso es malo?—
Se encogió de hombros. —No sé. Es raro. Mi mamá dice que las mujeres que se visten así sólo quieren llamar la atención.—
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. —¿Y si sí? ¿Qué tiene de malo querer ser vista? ¿Por qué siempre tenemos que escondernos?—
Julián guardó silencio. Yo también.
Esa noche, al llegar a casa, me miré largo rato en el espejo. Vi a una mujer cansada pero firme. Pensé en todas las veces que me había callado para no incomodar, en todos los vestidos guardados por miedo al qué dirán.
Al día siguiente, recibí un mensaje de mi papá: «Perdón si te hice sentir mal ayer. Sólo me preocupa que te juzguen allá afuera».
Le respondí: «Papá, allá afuera ya nos juzgan por todo. Lo único que quiero es sentirme bien conmigo misma».
Pasaron los días y la incomodidad se fue transformando en coraje. Empecé a hablar más con mis amigas sobre lo que había pasado. Descubrí que no era la única; todas teníamos historias parecidas: la tía que critica tu escote, el hermano que se burla si usas pantalón ancho, el novio que prefiere que te vistas «más femenina».
Un sábado, Lucía organizó una reunión en su casa en Iztapalapa. Éramos siete mujeres sentadas en círculo, compartiendo anécdotas entre risas y lágrimas.
—¿Por qué nos cuesta tanto ser nosotras mismas frente a la familia?— preguntó Mariana.
—Porque nos enseñaron a temer su desaprobación más que cualquier otra cosa— respondí yo.—Pero ya basta.—
Esa noche decidimos hacer algo simbólico: cada una llevó una prenda que representara su verdadero yo y nos tomamos fotos juntas, riendo, abrazándonos, celebrando nuestra diversidad.
Subí una foto a Instagram con el hashtag #MiCuerpoMiEstilo. Al principio dudé; temía los comentarios de mis tíos o mis primos. Pero algo dentro de mí había cambiado.
Los mensajes llegaron rápido: amigas felicitándome por atreverme, desconocidas contando sus propias batallas con el juicio familiar. Incluso recibí un mensaje privado de mi prima Sofía: «Gracias por inspirarme a ser más valiente».
La próxima vez que fui a casa de mi abuela llevé la misma falda azul. Esta vez nadie dijo nada. O quizá sí, pero ya no me importó tanto.
A veces me pregunto: ¿cuánto tiempo más vamos a dejar que otros decidan quiénes somos? ¿Cuándo aprenderemos a mirarnos con amor antes que con miedo?
¿Y tú? ¿Cuántas veces has dejado de ser tú misma por miedo al juicio invisible?