Entre Sombras y Esperanza: La Casa de Mamá
—No te preocupes, Halina, no voy a quedarme mucho tiempo. Sólo hasta que encuentre un lugar donde vivir. No me vas a correr, ¿verdad? —me dijo Lucía mientras dejaba su maleta junto a la puerta, con esa voz entre cansada y desafiante que siempre usaba cuando sentía que el mundo la había traicionado.
Yo sólo asentí, aunque por dentro hervía de ansiedad. Mi hermana menor, la que siempre había sido la rebelde, la que se fue de casa a los diecisiete años jurando que nunca más volvería, ahora estaba aquí, en mi pequeño departamento en Iztapalapa, pidiéndome asilo como si nada hubiera pasado entre nosotras. ¿Cómo decirle que apenas alcanzaba para nosotras dos —mi nieta Zulema y yo— y que su presencia era una bomba de tiempo en nuestra rutina ya frágil?
Dejé el desayuno sobre la mesa y fui a despertar a Zulema. Mi nieta tenía dieciocho años y amaba dormir hasta tarde, sobre todo después de desvelarse estudiando para los exámenes de la UNAM. Abrí la puerta de su cuarto y la vi enredada en las cobijas, con el cabello revuelto y el celular aún encendido bajo la almohada.
—Zulema, levántate. Vas a llegar tarde a la universidad —le dije, tratando de sonar paciente.
Ella murmuró algo ininteligible y se cubrió la cabeza con la sábana. Sentí una punzada de ternura y frustración. ¿Cuántas veces había repetido este ritual desde que su madre —mi hija— se fue a Estados Unidos buscando una vida mejor y nunca volvió?
Regresé a la cocina y encontré a Lucía sirviéndose café como si fuera su casa. Me miró de reojo.
—¿Y tu nieta? ¿Sigue igual de floja?
—No es floja —respondí, conteniendo el enojo—. Está cansada. Estudia mucho.
Lucía bufó.
—En mis tiempos, uno se levantaba antes del alba para ayudar en la casa. Ahora los jóvenes creen que todo se les debe dar fácil.
La miré con rabia contenida. ¿Con qué derecho venía a criticar mi manera de criar a Zulema? Pero me tragué las palabras. No quería pelear tan temprano.
El día transcurrió entre silencios incómodos y miradas furtivas. Lucía se instaló en el sillón, revisando anuncios de renta en su celular viejo. Yo salí a trabajar limpiando casas ajenas en la colonia Del Valle, mientras Zulema iba a clases. Al regresar, encontré a Lucía fumando en la ventana, mirando la ciudad como si buscara respuestas en el smog.
—¿Y? ¿Encontraste algo? —le pregunté sin mucho ánimo.
—Todo está carísimo, Halina. ¿Cómo le hace la gente para vivir aquí? —me respondió con un suspiro.
No supe qué decirle. Yo misma apenas podía pagar la renta y los servicios. Desde que mi esposo murió hace cinco años, cada mes era una batalla contra los recibos y el miedo al desalojo.
Esa noche, mientras cenábamos frijoles con arroz, Lucía soltó la bomba:
—¿Sabías que mamá está enferma?
Sentí que el mundo se detenía.
—¿Qué dices? —pregunté con voz temblorosa.
—Tiene cáncer. No quiso decírtelo porque no quería preocuparte. Pero ya no puede sola en Puebla. Me pidió que fuera a verla… pero yo no tengo ni para el pasaje.
El silencio cayó como una losa sobre nosotras. Zulema dejó de comer y me miró con ojos grandes y asustados.
—¿Qué vamos a hacer, abuela?
No tenía respuesta. Mi madre siempre había sido el pilar de nuestra familia, incluso cuando nos peleábamos o nos distanciábamos por años. Pensar en ella sola, enferma, me partía el alma.
Esa noche no dormí. Pensé en mi infancia en Puebla: las tortillas hechas a mano, las risas en el patio, las peleas con Lucía por cualquier tontería. Pensé en mi hija allá lejos, mandando dólares cada mes pero ausente en los momentos importantes. Pensé en Zulema, tan joven y ya cargando con tantas ausencias.
Al día siguiente, le propuse a Lucía juntar lo poco que teníamos para ir a ver a mamá el fin de semana. Ella aceptó sin entusiasmo.
—No sé si quiero verla así —confesó mientras doblaba su ropa prestada—. Siempre fue tan dura conmigo…
—Es nuestra madre —le respondí—. Y no sabemos cuánto tiempo le queda.
El viaje fue un suplicio: camión lleno, calor sofocante, discusiones por quién pagaba qué. Pero al llegar a la vieja casa de adobe donde crecimos, todo cambió. Mamá estaba más delgada, pero sus ojos seguían siendo dos carbones encendidos.
Nos recibió con un abrazo torpe y lágrimas contenidas.
—Mis hijas… pensé que nunca volverían juntas —susurró.
Esa noche hablamos hasta tarde. Mamá nos contó su diagnóstico sin rodeos; Lucía lloró como niña pequeña; yo traté de ser fuerte por las dos. Zulema escuchaba todo en silencio, absorbiendo cada palabra como si fuera una lección de vida.
Al regresar a la ciudad, algo había cambiado entre Lucía y yo. Seguíamos discutiendo por tonterías —el espacio en el baño, quién usaba más gas— pero ahora había una ternura nueva entre nosotras. Empezamos a compartir recuerdos: las fiestas patronales, los amores imposibles, las veces que mamá nos defendió ante papá cuando llegaba borracho.
Un día, mientras lavábamos los trastes juntas, Lucía me confesó su mayor miedo:
—Tengo miedo de quedarme sola, Halina. De no tener a dónde ir si tú me cierras la puerta.
La miré largo rato antes de responder:
—Yo también tengo miedo. Pero aquí estamos… juntas todavía.
Poco a poco, Lucía consiguió un trabajo vendiendo ropa en el tianguis y empezó a ahorrar para rentar un cuarto propio. Zulema terminó el semestre con buenas calificaciones y me abrazó fuerte una noche cualquiera:
—Gracias por nunca dejarme sola, abuela.
A veces pienso que la vida es como ese departamento pequeño: lleno de grietas, demasiado apretado para tanto dolor… pero también capaz de albergar amor suficiente para sanar viejas heridas.
Hoy miro a mi hermana empacar sus cosas para mudarse finalmente y siento una mezcla extraña de alivio y tristeza.
¿Será cierto que sólo valoramos lo que tenemos cuando estamos a punto de perderlo? ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo o el miedo nos impidan pedir ayuda o decir «te quiero»?