Sabía que llamarías, mamá…
—Sabía que llamarías, mamá… —susurré mientras el teléfono vibraba por tercera vez en mi bolsillo. Estaba en plena clase de Derecho Penal, la voz de la profesora Ramírez retumbaba en el aula, pero mi mente estaba lejos, atrapada en la ansiedad que solo una llamada de mi madre podía provocar.
—Karla, ¿vas a contestar o vas a dejar que todos escuchemos tu ringtone de Juan Gabriel otra vez? —dijo la profesora con una mezcla de fastidio y resignación.
Me levanté, recogí mis cosas y salí del aula bajo la mirada de mis compañeros. Apenas crucé la puerta, contesté:
—¿Qué pasó, mamá?
Del otro lado, su voz temblaba. —Hija, tu hermano… es Emiliano… está en problemas otra vez. La policía vino a buscarlo. Dicen que lo encontraron cerca del tianguis con unos amigos… y drogas.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Emiliano, mi hermano menor, siempre había sido el rebelde, el que no podía quedarse quieto ni un segundo. Pero drogas… eso era otro nivel. Cerré los ojos y respiré hondo.
—¿Dónde estás? —pregunté, tratando de mantener la calma.
—En la delegación. No sé qué hacer, Karla. Tu papá está trabajando y no contesta el celular. Yo… yo no puedo sola.
Miré el reloj: eran las 10:30 de la mañana. Tenía un examen en dos horas y una presentación grupal después. Pero la voz de mi madre me arrastraba como una corriente imposible de resistir.
—Voy para allá —dije, colgando antes de que pudiera arrepentirme.
Corrí al metro, esquivando vendedores ambulantes y el bullicio de la ciudad. En el vagón, mi mente era un torbellino: ¿cómo había llegado Emiliano a esto? ¿En qué momento nuestra familia se había fracturado tanto?
Recordé las noches en las que mamá lloraba en silencio en la cocina, creyendo que nadie la escuchaba. Papá siempre ausente, trabajando dobles turnos como chofer para pagar la universidad privada que tanto me costaba mantener. Y yo, tratando de ser la hija perfecta, la que nunca daba problemas… hasta ahora.
Llegué a la delegación y encontré a mamá sentada en una banca, con los ojos hinchados y las manos temblorosas. Me abrazó fuerte, como si yo pudiera salvarla de todo.
—¿Qué dijeron los policías? —pregunté.
—Que lo encontraron con unos muchachos del barrio. Que traían marihuana y pastillas. Dicen que si no viene un adulto responsable a hablar con el juez cívico, se lo llevan al tutelar.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué Emiliano? ¿Por qué nosotros?
Entramos juntas y pedimos hablar con el juez. Nos recibió un hombre de rostro cansado y voz áspera.
—¿Ustedes son familia del menor Emiliano Torres?
Asentí con la cabeza.
—Su hijo fue encontrado en posesión de sustancias ilícitas. Es menor de edad, así que podemos manejar esto como una falta administrativa si colaboran… pero necesito saber: ¿hay antecedentes?
Mamá me miró con terror. Yo negué rápidamente.
—No, señor juez. Mi hermano nunca ha tenido problemas así —mentí sin dudarlo.
El juez suspiró y nos miró fijamente.
—Miren, no soy su enemigo. Pero si no ponen atención ahora, la próxima vez podría ser peor. Llévenselo a casa y busquen ayuda. No lo pierdan.
Salimos con Emiliano cabizbajo, evitando mi mirada. Mamá lloraba en silencio mientras caminábamos hacia el camión.
En casa, el ambiente era denso como una tormenta a punto de estallar. Papá llegó tarde esa noche y apenas cruzó la puerta, mamá le contó todo entre sollozos. Él explotó:
—¡¿Otra vez con tus amigos esos?! ¡¿No entiendes que aquí nadie tiene dinero para andar pagando abogados?!
Emiliano no respondió. Yo me senté junto a él en el sillón.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté en voz baja.
Él me miró con ojos rojos y cansados.
—No sé… todos lo hacían. Solo quería sentirme parte de algo…
Me dolió escucharlo. Recordé mi propia soledad en la universidad, rodeada de gente pero sintiéndome invisible entre becas y trabajos de medio tiempo.
Los días siguientes fueron un infierno. Mamá apenas comía y papá se volvió más distante aún. Emiliano dejó de ir a la escuela y se encerró en su cuarto con música a todo volumen.
Yo trataba de mantenerme a flote: estudiando para los exámenes finales, trabajando en una cafetería por las tardes y cuidando a mi hermano por las noches. Pero sentía que todo se desmoronaba poco a poco.
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a mamá hablando por teléfono con mi tía Lucía:
—No sé qué hacer con Emiliano… Karla ya tiene suficiente con sus cosas… A veces pienso que fallé como madre…
Me dolió escucharla así. Quise entrar y abrazarla, decirle que no era su culpa, que todos hacíamos lo mejor que podíamos con lo poco que teníamos. Pero me quedé callada.
Esa noche, Emiliano entró a mi cuarto sin avisar. Se sentó en mi cama y me miró fijamente.
—¿Tú crees que soy un fracaso? —me preguntó con voz quebrada.
Negué rápidamente.
—No eres un fracaso, Emi. Solo estás perdido… pero puedes salir de esto. Todos podemos salir si nos ayudamos.
Él asintió y por primera vez en semanas lo vi llorar abiertamente. Lo abracé fuerte y le prometí que no lo dejaría solo.
Pasaron los meses y poco a poco las cosas empezaron a mejorar. Emiliano aceptó ir a terapia comunitaria; mamá volvió a sonreír de vez en cuando; papá empezó a llegar más temprano a casa para cenar juntos aunque fuera frijoles y tortillas.
Yo terminé el semestre con buenas notas y conseguí una beca para seguir estudiando. Pero sobre todo aprendí algo: nadie sale solo de sus tormentas; necesitamos aferrarnos unos a otros para sobrevivirlas.
A veces me pregunto si algún día dejaré de sentir ese miedo constante a perderlo todo… ¿Ustedes también sienten que la familia es un hilo frágil que puede romperse en cualquier momento? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?