La casa que regalé a mi hijo: ¿una decisión equivocada?

—¿De verdad vas a dejarme aquí sola, Tomás? —le pregunté aquella tarde, con la voz temblorosa, mientras él recogía sus últimas cosas del cuarto que fue suyo durante veinticinco años.

Tomás ni siquiera me miró. Estaba tan concentrado en su celular, mandando mensajes a su novia, que apenas murmuró:

—Mamá, ya hablamos de esto. Necesito mi espacio. Además, tú dijiste que era lo mejor.

Sí, yo lo dije. Fui yo quien le entregó las llaves de la casa familiar, la misma donde crecieron mis hijos, donde mi esposo y yo nos peleamos y reconciliamos mil veces, donde celebramos cumpleaños con piñatas y lloramos pérdidas con café y pan dulce. Pero ahora, mientras el eco de sus pasos se alejaba por el pasillo, sentí que me arrancaban una parte del alma.

Recuerdo cuando Tomás era pequeño y corría por el jardín trasero, ese mismo donde ahora él planea construir una terraza moderna. Yo lo miraba desde la ventana de la cocina, con las manos llenas de harina y el corazón rebosante de esperanza. Pensaba que ese hogar sería siempre nuestro refugio, el lugar donde la familia se reuniría sin importar lo que pasara afuera.

Pero la vida en México no es fácil. Mi esposo murió hace cinco años, víctima de un asalto cuando volvía del trabajo. Desde entonces, la casa se volvió demasiado grande para mí sola, pero demasiado llena de recuerdos para dejarla ir. Tomás empezó a hablarme de independencia, de que ya tenía edad para vivir solo, de que sus amigos ya tenían departamentos propios en la ciudad. Yo veía en sus ojos esa mezcla de ansiedad y ambición tan típica de los jóvenes aquí: querer volar alto pero sin perder el nido.

Mis amigas me decían:

—Dale la casa, Leticia. Así él no tiene que pagar renta y tú puedes irte con tu hermana a Veracruz.

Pero yo dudaba. ¿Y si al darle la casa perdía también a mi hijo? ¿Y si él cambiaba todo y borraba lo que fuimos?

Al final cedí. Le entregué las escrituras y me mudé a un pequeño departamento en el centro. Al principio iba cada semana a visitarlo, llevando tamales o pan de elote. Pero cada vez que llegaba, encontraba algo diferente: las fotos familiares guardadas en cajas, los muebles antiguos reemplazados por modernos sillones grises, el jardín convertido en estacionamiento para su moto.

Un día llegué sin avisar y escuché risas en la sala. Era Tomás con sus amigos, tomando cervezas y escuchando reggaetón a todo volumen. Me sentí una extraña en mi propia casa.

—Mamá, ¿puedes avisar antes de venir? —me dijo Tomás, incómodo.

—Perdón —respondí—. Solo quería ver cómo estabas.

Me fui antes de que terminara la tarde. Caminé por las calles del barrio donde todos me conocían como «la señora Leti». Sentí una soledad tan profunda que tuve que sentarme en una banca del parque para no llorar frente a los vecinos.

Las semanas pasaron y las visitas se hicieron menos frecuentes. Tomás siempre tenía algo que hacer: trabajo, novia, amigos. Yo me refugiaba en llamadas con mi hija Mariana, que vive en Monterrey y solo puede venir una vez al año.

Una noche, mientras preparaba café para una sola taza, me pregunté si había hecho bien. ¿No sería mejor haber vendido la casa y repartir el dinero entre mis hijos? ¿O tal vez quedarme ahí hasta el final? Pero ya era tarde para arrepentimientos.

Un domingo recibí una llamada inesperada:

—Mamá… —la voz de Tomás sonaba apagada—. ¿Puedes venir? Se fue la luz y no sé qué hacer con los fusibles.

Sentí una mezcla de alegría y tristeza. Fui corriendo con mi caja de herramientas y arreglé el problema como tantas veces antes. Cuando terminé, Tomás me abrazó por primera vez en meses.

—Gracias, mamá —susurró—. A veces siento que esta casa no es mía…

Lo miré a los ojos y vi al niño que fue alguna vez. Entendí que él también estaba perdido entre paredes llenas de recuerdos ajenos.

Desde entonces hemos intentado reconstruir algo parecido a lo que teníamos: cenas juntos una vez al mes, llamadas más frecuentes, pequeños detalles como dejarle comida en el refri o mandarle mensajes preguntando si llegó bien a casa.

Pero nada es igual. La casa ya no es el refugio cálido de antes; ahora es un espacio compartido entre pasado y presente, entre lo que fuimos y lo que intentamos ser.

A veces me despierto en medio de la noche preguntándome si hice bien en regalarle ese pedazo de historia familiar. ¿No será que confundí amor con sacrificio? ¿Que al querer darle alas le quité raíces?

¿Ustedes qué harían? ¿Es posible soltar sin perderse uno mismo en el intento?