Lo que me faltaba…
—¡Otra vez ese silencio! —me dije, mientras el eco de mis pasos llenaba el departamento vacío. El reloj marcaba las siete y media, pero en mi casa parecía que el tiempo se había detenido desde que Ernesto se fue.
No sé en qué momento dejamos de intentarlo. Al principio, cada mes era una esperanza nueva: pastillas, médicos, remedios caseros que mi mamá traía desde el pueblo. Ernesto me abrazaba fuerte y decía: “Ya va a llegar, Lucía, ya va a llegar”. Pero los años pasaron y lo único que llegó fue el cansancio. Él empezó a quedarse más tiempo en la oficina, yo a mirar con envidia los carritos de bebé en el parque.
Una noche, después de otra discusión sin sentido, Ernesto me soltó:
—¿Y si simplemente aceptamos que no va a pasar? Yo estoy bien así, Lucía. ¿Por qué no puedes estarlo tú?
Me dolió. No porque tuviera razón, sino porque sentí que mi deseo era una carga para él. Y entonces lo propuse:
—¿Y si adoptamos?
Ernesto se encogió de hombros. “Si quieres hacerlo, hazlo tú”, dijo, como si estuviera hablando de cambiar las cortinas. Así empezó mi verdadero calvario: la soledad no solo de no tener hijos, sino de sentirme sola incluso acompañada.
Cuando finalmente Ernesto se fue —sin drama, sin gritos, solo una maleta y un portazo suave—, me quedé con la casa grande y el corazón chico. Mi mamá vino a quedarse unos días y me miraba con esa mezcla de lástima y reproche tan típica de las madres mexicanas:
—Mijita, ¿por qué no te buscas otro hombre? Todavía estás joven…
Pero yo ya había tomado una decisión. No quería otro hombre. Quería ser madre. Y si tenía que hacerlo sola, lo haría.
El proceso de adopción fue un viacrucis. Largas filas en oficinas públicas, psicólogas que me preguntaban si estaba segura, trabajadoras sociales que me miraban como si estuviera loca por querer criar a un niño sola en la Ciudad de México. Una vez escuché a una funcionaria murmurarle a otra:
—Seguro es una de esas mujeres modernas que no quieren marido pero sí hijos…
Me tragué las lágrimas y seguí adelante. Llené formularios, asistí a talleres, visité casas hogar donde los niños me miraban con ojos grandes y desconfiados. Una niña en particular me llamó la atención: se llamaba Camila, tenía seis años y una mirada tan seria que parecía de adulta.
La primera vez que hablamos fue así:
—¿Tú también te vas a ir? —me preguntó.
—No lo sé —le respondí con honestidad—. Pero si me dejas quedarme un rato contigo, prometo no irme todavía.
Camila no sonrió, pero tampoco se alejó. Jugamos a las muñecas en silencio. Cuando me fui esa tarde, sentí algo en el pecho que hacía mucho no sentía: esperanza.
Las semanas siguientes fueron una mezcla de ilusión y miedo. Mi familia no ayudaba mucho:
—¿Y si te sale malcriada? —decía mi tía Rosa.
—¿Y si después la mamá biológica la reclama? —agregaba mi abuela.
Pero yo seguía adelante. Camila empezó a confiar en mí poco a poco. Un día me abrazó sin decir nada y supe que ya no había vuelta atrás.
La adopción se concretó un viernes lluvioso de septiembre. Cuando salimos del juzgado, Camila apretaba mi mano con fuerza. Yo temblaba por dentro. Esa noche cenamos pizza en la sala y vimos caricaturas hasta quedarnos dormidas juntas en el sillón.
Pero la vida real no tardó en alcanzarnos. Camila tenía pesadillas y se despertaba gritando por su mamá biológica. Yo me sentía impotente, incapaz de consolarla del todo. En la escuela, los otros niños le preguntaban por qué su mamá era tan vieja y por qué no tenía papá.
Una tarde llegué del trabajo y encontré a Camila llorando en su cuarto:
—¿Por qué no soy como los demás niños? ¿Por qué nadie me quiere?
Me arrodillé frente a ella y le dije lo único que podía decirle:
—Yo te quiero, Camila. Y aunque no pueda cambiar tu pasado, quiero ser tu familia ahora.
No fue fácil. Hubo días en que quise rendirme: cuando Camila rompió cosas por rabia, cuando gritó que ojalá nunca la hubiera adoptado, cuando mi mamá dejó de visitarnos porque “eso no es una familia de verdad”.
Pero también hubo momentos hermosos: la primera vez que Camila me llamó “mamá”, su risa cuando aprendió a andar en bicicleta, las noches en que le leía cuentos y se dormía abrazada a mí.
Un día recibí una llamada inesperada: Ernesto quería verme. Nos encontramos en una cafetería del centro. Estaba más canoso, pero igual de distante.
—Escuché que adoptaste —dijo sin rodeos.
—Sí —respondí—. Se llama Camila.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Y eres feliz?
Pensé en todas las noches de insomnio, en los berrinches y las risas, en la soledad y el amor inesperado.
—No sé si feliz es la palabra —le dije—. Pero estoy viva otra vez.
Ernesto asintió y se fue sin mirar atrás. Yo regresé a casa sintiéndome más ligera.
Hoy Camila tiene ocho años y seguimos aprendiendo juntas a ser familia. A veces todavía siento miedo: miedo al futuro, al juicio ajeno, a fallarle como madre. Pero también siento orgullo de haberme atrevido a desafiar lo que otros esperan de mí.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más hay allá afuera soñando con una familia distinta? ¿Cuántas se atreven a romper el molde? ¿Y tú… te atreverías?