El remedio para todos los males

—¿Y ahora qué vamos a hacer, Julián? —le pregunté con la voz quebrada, apretando el sobre con los resultados en mis manos sudorosas.

Él me miró, pálido, como si acabara de ver un fantasma en plena cafetería de la Universidad Nacional. Afuera llovía a cántaros y los truenos hacían temblar los ventanales. Yo sentía que el mundo se me venía encima, que cada gota era un juicio, una mirada acusadora de mi mamá, de mi papá, de mis tías chismosas en Bucaramanga.

—No sé, Laura —dijo él al fin, bajando la cabeza—. No sé.

Nos habíamos conocido en primer semestre, en una clase de literatura latinoamericana. Julián era el típico costeño carismático, siempre con una sonrisa y una historia graciosa bajo la manga. Yo, en cambio, era la santandereana reservada, la que prefería los libros a las fiestas. Pero algo en su risa me hizo confiar. Nos hicimos inseparables: estudiábamos juntos, compartíamos almuerzos baratos en la Plaza Che y nos refugiábamos del frío bogotano bajo las mantas de su cuarto en el viejo edificio de Chapinero donde él vivía con otros tres estudiantes.

Nunca planeamos enamorarnos. Mucho menos planeamos esto: un embarazo en el último semestre, justo cuando todo parecía encaminarse. Teníamos sueños: Julián quería ser periodista y yo soñaba con escribir novelas. Pero ahora todo era incertidumbre.

—¿Se lo vas a decir a tus papás? —me preguntó Julián, con voz temblorosa.

—No lo sé… —respondí. Sentí un nudo en la garganta—. Mi mamá me mata. Mi papá… ni hablar.

El silencio entre nosotros era tan denso como la neblina que cubría los cerros orientales esa mañana. Afuera, la ciudad seguía su curso: buses atestados, vendedores ambulantes gritando sus ofertas, estudiantes corriendo bajo la lluvia. Y yo ahí, paralizada.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba a mis compañeras de apartamento reírse en la cocina mientras yo lloraba en silencio, abrazando mi almohada. Pensaba en mi mamá: en cómo había trabajado toda su vida para que yo pudiera estudiar en Bogotá, en sus manos ásperas de tanto lavar ropa ajena. Pensaba en mi papá, tan orgulloso cuando le conté que había pasado a la Nacional.

Al día siguiente, Julián llegó temprano. Traía café y pan de yuca del puesto de la esquina.

—Tenemos que hablar —dijo serio—. No podemos seguir así.

Nos sentamos en el parqueadero del edificio, donde nadie nos escucharía.

—Yo… yo quiero tenerlo —dije al fin, con lágrimas en los ojos—. Pero tengo miedo.

Julián me tomó la mano. Por primera vez lo vi asustado de verdad.

—Yo también tengo miedo —susurró—. Pero no te voy a dejar sola.

La noticia se regó como pólvora entre nuestros amigos. Algunos nos apoyaron; otros nos miraban con lástima o desaprobación. Una noche, mientras cenábamos arepas con queso derretido, Camila —mi mejor amiga— me abrazó fuerte:

—No estás sola, Laurita. Vamos a salir adelante.

Pero el verdadero reto fue enfrentar a mi familia. Viajé a Bucaramanga un fin de semana, con el corazón en la mano y las palabras atoradas en la garganta. Mi mamá lloró toda la noche; mi papá no me habló durante días. Las tías cuchicheaban en la cocina:

—¿Y ahora qué va a hacer esa niña? ¿Echar a perder su futuro por un pelado?

Me sentí sola como nunca antes. Pero también sentí una fuerza nueva dentro de mí: una determinación feroz de no dejarme vencer por el miedo ni por el qué dirán.

Julián enfrentó lo suyo en Barranquilla. Su mamá lo apoyó desde el principio; su papá fue más duro:

—¿Y ahora cómo vas a mantener una familia si ni siquiera has terminado la carrera?

Volvimos a Bogotá con el peso del mundo sobre los hombros. Las náuseas matutinas se mezclaban con la ansiedad por los exámenes finales y las miradas curiosas de los profesores.

Un día, mientras caminábamos por la Séptima bajo un aguacero, Julián se detuvo y me miró a los ojos:

—Vamos a salir adelante, Laura. No sé cómo, pero lo vamos a lograr.

Empezamos a buscar trabajos de medio tiempo: yo daba clases particulares de literatura; Julián escribía artículos para un periódico digital. Aprendimos a ahorrar hasta el último peso: arroz con huevo era nuestro menú estrella y las salidas al cine se volvieron un lujo lejano.

A veces peleábamos por tonterías: por el cansancio, por el miedo al futuro, por las presiones familiares. Una noche discutimos tan fuerte que pensé que todo se acabaría ahí mismo.

—¡No entiendes nada! —le grité entre lágrimas—. ¡Yo soy la que carga con todo esto!

Julián se quedó callado un rato y luego me abrazó fuerte:

—Tienes razón… pero estamos juntos en esto.

Los meses pasaron entre consultas médicas en hospitales públicos y largas caminatas por el campus para distraerme del miedo. El día que nació nuestra hija —a quien llamamos Valentina— sentí que todo valía la pena: su llanto fue como una promesa de esperanza en medio del caos.

No fue fácil: hubo noches sin dormir, cuentas impagables y momentos en que quise rendirme. Pero también hubo risas, abrazos y pequeños triunfos: Julián consiguió una pasantía; yo publiqué mi primer cuento en una revista local.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de que ese embarazo inesperado fue el remedio para todos mis males: me obligó a crecer, a enfrentar mis miedos y a descubrir una fuerza que no sabía que tenía.

A veces me pregunto si habría elegido otro camino si hubiera tenido la oportunidad… ¿Pero acaso no es cierto que las decisiones más difíciles son las que más nos transforman? ¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?