Entre el Amor y la Tormenta: Mi Vida en la Sombra de Otra Familia
—¿Por qué tienes que ir tú? —le pregunté a Mauricio, mi prometido, mientras él se ponía la camisa azul que tanto le gustaba a su exesposa. La pregunta salió más como un susurro ahogado que como un reclamo, pero él la sintió igual.
—Porque los niños me necesitan, Lucía. Es su festival escolar, y Mariana no puede ir sola —me respondió sin mirarme, abrochándose los botones con una calma que me desesperaba.
Yo sabía que Mauricio tenía un pasado. Todos lo tenemos. Pero nunca pensé que ese pasado se sentaría a cenar con nosotros cada noche, ni que tendría nombre y apellido: Mariana, su exesposa, y dos niños que no eran míos pero a quienes intentaba querer. Vivimos en Medellín, en un barrio donde las paredes son tan delgadas como los secretos, y donde todos saben cuándo alguien llega tarde o sale temprano.
Cuando Mauricio y yo nos comprometimos, pensé que el amor era suficiente. Que bastaba con quererlo para que todo lo demás encajara. Pero esa tarde, mientras lo veía salir por la puerta con una sonrisa nerviosa y el regalo envuelto para su hija en las manos, sentí una punzada de celos y soledad. No era solo Mariana; era la vida que ellos compartían antes de mí, una vida a la que yo nunca pertenecería del todo.
Mi mamá siempre me decía: “Lucía, uno no se mete en camisa de once varas”. Pero yo me lancé de cabeza, convencida de que podía con todo. Ahora, sentada en la sala vacía, escuchando el eco de mis propios pensamientos, me pregunté si realmente podía.
Esa noche, cuando Mauricio regresó, traía consigo el olor de la comida casera de Mariana y las risas de sus hijos pegadas a la ropa. Se sentó a mi lado en el sofá y me abrazó como si nada hubiera pasado.
—¿Cómo estuvo? —pregunté, fingiendo interés.
—Hermoso. Mariana preparó buñuelos y los niños bailaron cumbia. Ojalá hubieras ido —me dijo, sin notar el temblor en mi voz.
No respondí. ¿Cómo decirle que no me sentía invitada? Que cada vez que él cruzaba esa puerta para verlos, yo sentía que perdía un pedazo de él. Que por más que intentara acercarme a sus hijos, ellos siempre me miraban como a una extraña.
Pasaron los días y la tensión creció. Mauricio empezó a llegar más tarde; Mariana lo llamaba por cualquier cosa: que el niño tenía fiebre, que la niña necesitaba ayuda con la tarea, que el perro se había perdido. Yo trataba de ser comprensiva, pero cada llamada era una herida nueva.
Una tarde, mientras preparaba café para ambos, escuché su voz al teléfono:
—Tranquila, Mariana. Yo paso por los niños después del trabajo… No te preocupes, yo me encargo.
Sentí rabia, pero también culpa. ¿Quién era yo para pedirle que no estuviera para sus hijos? ¿No era eso lo que hacía a Mauricio un buen hombre?
Esa noche discutimos. Por primera vez levanté la voz:
—¿Y yo cuándo te voy a necesitar? ¿Cuándo vas a estar solo para mí?
Mauricio me miró con cansancio y tristeza.
—Lucía, ellos son mi familia. Tú también lo eres… pero esto es parte de mí. No puedo elegir.
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en mi mamá, en sus advertencias; pensé en mi papá, que nos dejó cuando yo era niña porque no pudo con otra familia. Pensé en mí misma: ¿estaba repitiendo la historia?
Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. Empecé a evitar las reuniones familiares porque temía las preguntas: “¿Y los niños? ¿Y Mariana? ¿No te incomoda?”
Un domingo cualquiera, Mauricio me propuso ir juntos a un almuerzo donde estaría toda su familia… incluida Mariana. Dudé, pero acepté. Quería intentarlo una vez más.
La casa estaba llena de voces y risas. Mariana me recibió con un abrazo frío y los niños apenas me saludaron. Durante la comida, todos hablaban de anécdotas pasadas; yo era una espectadora más. Sentí que sobraba.
Al final del almuerzo, Mariana se acercó mientras lavábamos los platos.
—Sé que esto no es fácil para ti —me dijo en voz baja—. Pero ellos siempre serán mi familia… y la de Mauricio también.
No supe qué responderle. Solo asentí y seguí fregando los platos con fuerza.
Esa noche le pedí a Mauricio que habláramos.
—No quiero ser una intrusa en tu vida —le dije—. No quiero sentirme menos importante cada vez que Mariana te llama o los niños te buscan solo a ti.
Mauricio tomó mis manos entre las suyas.
—No eres una intrusa… pero tampoco puedo prometerte que esto va a cambiar. Ellos son parte de mí.
Nos quedamos en silencio largo rato. Sentí que el amor no era suficiente; que había realidades más fuertes que cualquier promesa o anillo.
Esa noche dormí poco. Al amanecer, hice mi maleta y salí antes de que Mauricio despertara. Caminé por las calles vacías de Medellín preguntándome si algún día podría ser feliz sin sentirme segunda opción.
Ahora escribo esto desde el pequeño apartamento donde crecí, rodeada de fotos viejas y recuerdos de una vida más sencilla. A veces extraño a Mauricio; otras veces agradezco haber tenido el valor de irme.
¿Vale la pena amar cuando uno siempre será la sombra del pasado de alguien más? ¿O es mejor buscar un lugar donde uno sea la prioridad y no solo un capítulo más en una historia ajena?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?