El día que entendí que mi hijo no escuchaba

—¡Matías, basta ya! —grité, con la voz quebrada, mientras el tenedor caía de mi mano y rebotaba en el plato. El arroz se esparció por la mesa como si quisiera huir de la tensión que llenaba el comedor. Mi esposo, Julián, me miró con esos ojos cansados que sólo tienen los padres después de una semana larga. Mi hija menor, Sofía, se encogió en su silla, apretando su osito de peluche contra el pecho.

Matías, mi hijo de ocho años, seguía saltando alrededor de la mesa, ignorando por completo mis palabras. Había tirado el jugo dos veces, interrumpido cada conversación y ahora intentaba meterle una aceituna en la nariz a Sofía. Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿En qué momento había perdido el control? ¿Por qué no me escuchaba?

—¡Matías, te estoy hablando! —insistí, esta vez más bajo, casi suplicando.

Él me miró apenas un segundo, con esa mirada traviesa que siempre me había parecido encantadora, pero que ahora sólo me desesperaba. —Es que Sofi se aburre —dijo, como si eso justificara todo.

Julián se levantó y lo tomó del brazo con firmeza. —Vamos a hablar afuera —le dijo. Matías forcejeó un poco, pero al final salió con su papá al patio. El silencio que quedó fue pesado.

Sofía empezó a llorar bajito. Me acerqué y la abracé. —No pasa nada, mi amor —le susurré—. Todo va a estar bien.

Pero no estaba bien. No desde hacía meses. Desde que Matías empezó la primaria en la escuela pública del barrio en Córdoba, todo había cambiado. Antes era un niño dulce y obediente; ahora parecía no entender ninguna regla. Las maestras me llamaban cada semana: «Señora Valeria, Matías no respeta los turnos para hablar», «Matías no hace caso cuando le pedimos que se siente».

Yo intentaba justificarlo: «Es inquieto», «Es curioso», «Tiene mucha energía». Pero en el fondo sabía que algo no estaba funcionando en casa.

Esa noche, después de acostar a Sofía, me senté en la cocina con Julián. Él tenía la mirada perdida en el mate frío.

—No sé qué más hacer —le dije—. Siento que todo lo que digo rebota en una pared.

Julián suspiró. —Quizás estamos siendo muy blandos… o demasiado duros. No sé. A veces pienso en cómo nos criaron a nosotros: a chancletazo limpio y nadie se traumaba.

Me reí sin ganas. —Pero tampoco quiero eso para Matías…

—¿Y si buscamos ayuda? —propuso Julián—. Una psicopedagoga o algo así.

La idea me dolió en el orgullo. Sentí que admitirlo era aceptar que habíamos fallado como padres. Pero también sabía que solos no podíamos más.

Al día siguiente, llevé a Matías a la plaza para hablar con él. Se subió al tobogán y desde arriba me gritó:

—¡Mirá mamá! ¡Sin manos!

Me acerqué y lo ayudé a bajar.

—Matías, ¿vos sabés por qué mamá y papá se enojan cuando hacés lío en la mesa?

Él se encogió de hombros.

—¿No te das cuenta cuando te pedimos que pares?

—A veces sí… pero me olvido —dijo bajito—. Es que quiero jugar todo el tiempo.

Me senté a su lado y lo abracé fuerte.

—Te entiendo, mi amor. Pero hay momentos para jugar y momentos para escuchar. Si no respetamos los límites, lastimamos a los demás sin querer.

Él asintió despacio, pero supe que no era tan simple.

Esa semana fuimos a ver a la psicopedagoga del centro comunitario. Nos recibió una mujer cálida llamada Mariana. Nos escuchó sin juzgar y le habló a Matías como si fuera el niño más importante del mundo.

—A veces los chicos no escuchan porque necesitan más estructura —nos explicó—. Otras veces es porque buscan llamar la atención o expresar algo que no saben decir con palabras.

Nos recomendó rutinas claras y límites firmes pero amorosos. También nos sugirió dedicarle tiempo exclusivo a Matías todos los días, aunque fueran diez minutos para jugar o charlar sin interrupciones.

Al principio fue difícil. Cada cena era una batalla: Matías probaba los límites una y otra vez; Julián y yo discutíamos por cualquier cosa; Sofía lloraba por miedo a los gritos.

Una noche exploté:

—¡No puedo más! ¡Esto no es vida! —grité mientras las lágrimas me corrían por las mejillas.

Julián me abrazó fuerte y lloramos juntos en silencio. Esa noche entendí que no era sólo Matías el que necesitaba aprender; nosotros también teníamos que cambiar.

Empezamos a turnarnos para acompañar a Matías en sus tareas y juegos; dejamos los celulares lejos durante la cena; aprendimos a respirar antes de gritar; pedimos perdón cuando nos equivocábamos.

Poco a poco, Matías empezó a escuchar más. No fue mágico ni instantáneo: hubo recaídas, días malos y noches sin dormir. Pero también hubo risas nuevas, abrazos sinceros y charlas profundas sobre lo que sentíamos cada uno.

Un día, mientras cenábamos en paz por primera vez en meses, Matías tomó la mano de Sofía y le dijo:

—Perdón por asustarte el otro día con la aceituna.

Sofía sonrió tímida y lo abrazó. Julián me miró con lágrimas en los ojos y supe que estábamos aprendiendo juntos.

Ahora entiendo que criar hijos no es imponer obediencia ciega ni dejar hacer todo lo que quieran; es enseñarles a convivir con respeto y paciencia… pero también es aprender nosotros mismos a escuchar y poner límites desde el amor.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias estarán luchando con lo mismo detrás de puertas cerradas? ¿Cuántos padres se sienten solos o fracasados porque sus hijos no escuchan? ¿Y si nos animáramos a hablarlo más entre nosotros?

¿Ustedes también han sentido ese miedo de perder el control? ¿Qué harían diferente si pudieran volver atrás?