El Regalo Inesperado

—¿Por qué tengo que ir, Lucía? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras cerraba la puerta de mi departamento en el centro de Buenos Aires. Mi hija me miró con esa mezcla de paciencia y fastidio que sólo los hijos pueden tener con sus madres mayores.

—Mamá, es tu cumpleaños. ¿No podés hacerme este favor? —me respondió, cruzándose de brazos. Su tono era dulce, pero sus ojos decían otra cosa: cansancio, decepción, tal vez un poco de culpa.

Yo no quería ir. No quería dejar mi refugio, ese pequeño departamento donde cada cosa estaba en su lugar y donde el silencio era mi mejor compañía. Pero Lucía insistía en ese viaje a Mar del Plata como si fuera la solución a todos nuestros problemas. «Un regalo sorpresa», decía. ¿Sorpresa para quién? Para mí, que detesto las sorpresas desde que la vida me arrancó a mi marido sin previo aviso hace ya quince años.

Mientras bajábamos en el ascensor, sentí el peso de los años en mis piernas y en mi corazón. Pensé en mi nieto, Tomás, que apenas me saluda cuando viene a visitarme. Pensé en Lucía, tan distinta a mí, tan moderna y siempre apurada. Y pensé en mí misma, en cómo me convertí en esa vieja gruñona que nunca quise ser.

El viaje en auto fue un desfile de silencios incómodos y frases cortas. Lucía hablaba del trabajo, de lo difícil que es criar a Tomás sola desde que su marido se fue a España. Yo asentía, pero no podía evitar sentirme culpable. ¿Habría hecho algo mal como madre? ¿Por qué nuestras vidas terminaron tan lejos de lo que soñamos?

Al llegar al hotel frente al mar, Lucía me entregó una llave y una sonrisa forzada.

—Mañana desayunamos juntas —dijo—. Hoy descansá.

Entré a la habitación y me senté en la cama. El sonido de las olas era un consuelo lejano. Saqué una foto vieja de mi bolso: mi marido, Lucía de niña y yo, todos sonriendo en una playa parecida a esta. Me ardieron los ojos.

Esa noche no dormí bien. Soñé con mi madre gritándome desde la cocina de nuestra casa en Córdoba: “¡Carmen, no seas terca! ¡La vida es corta!” Me desperté sudando, con el corazón acelerado.

A la mañana siguiente, Lucía me esperaba en el comedor del hotel con una sorpresa: Tomás estaba ahí, con su celular en la mano y cara de pocos amigos.

—Abuela —dijo sin mirarme—. Feliz cumple.

Lucía me abrazó fuerte y susurró: —Quiero que hablemos hoy, las tres generaciones juntas. Hay cosas que tenemos que decirnos.

Sentí un nudo en el estómago. Sabía que ese viaje no era sólo un regalo; era una trampa para enfrentar lo que veníamos evitando hace años.

Después del desayuno caminamos por la playa. El viento frío nos azotaba la cara y el mar parecía tan gris como mis pensamientos.

—Mamá —dijo Lucía de repente—, ¿por qué nunca hablás de papá?

Me detuve en seco. Tomás levantó la vista del celular por primera vez.

—No sé qué quieren escuchar —respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Lo extraño todos los días. Pero hablar de él… duele.

Lucía se secó una lágrima rápida y siguió:

—Yo también lo extraño. Y Tomás ni siquiera lo conoció bien. Siempre sentí que después de su muerte te fuiste lejos… incluso estando cerca.

Me senté en la arena húmeda y miré el horizonte. Recordé las peleas con Lucía cuando era adolescente, las veces que le grité porque no podía soportar tanto dolor adentro mío. Recordé cómo me encerré en mi mundo y dejé de escucharla.

—Perdón —susurré—. No supe hacerlo mejor.

Tomás se sentó a mi lado y por primera vez me tomó la mano.

—Abuela… yo tampoco sé cómo hablar con vos —dijo bajito—. Mamá siempre está triste y yo… no sé qué hacer.

El viento nos envolvía a los tres como un manto frío pero necesario. Por primera vez en años sentí que estábamos juntos de verdad.

Esa tarde fuimos a tomar chocolate caliente a un café antiguo del centro. Lucía sacó una carta arrugada de su bolso.

—Esto es para vos —me dijo—. Papá te la escribió antes de morir. Nunca te la di porque tenía miedo de perderte también.

Mis manos temblaban mientras abría el sobre. La letra de mi marido era inconfundible:

«Carmen,
Si estás leyendo esto es porque ya no estoy ahí para abrazarte. Quiero que sepas que te amé con todo lo que tuve y más. No te encierres en el dolor; buscá a Lucía, buscá a nuestro nieto. No te pierdas la vida por miedo a sufrir más.
Con amor eterno,
Javier»

Lloré como no lloraba desde hacía años. Lucía me abrazó fuerte y Tomás apoyó su cabeza en mi hombro.

Esa noche salimos los tres a caminar por la rambla iluminada. Hablamos de Javier, de mis padres en Córdoba, de los sueños rotos y los nuevos comienzos. Por primera vez sentí que podía respirar sin culpa.

Al volver al hotel, Lucía me miró a los ojos:

—¿Podés perdonarme por guardarte esa carta?

La abracé con todas mis fuerzas.

—Te perdono si vos me perdonás por haberme ido tanto tiempo —le respondí.

Tomás sonrió tímido y nos sacó una foto a las dos juntas.

Ahora entiendo que los regalos más importantes no vienen envueltos en papel brillante ni cuestan dinero; son esos momentos donde nos atrevemos a decir lo que duele y a abrazar lo que queda.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias viven atrapadas en silencios como el nuestro? ¿Cuántos regalos esperan ser abiertos antes de que sea demasiado tarde?