En busca de la felicidad: Un verano en Veracruz

—¿De verdad quieres llevar a Emiliano? —me preguntó Lucía, con esa voz que usaba cuando ya tenía la respuesta en la punta de la lengua.

El calor de junio caía sobre nosotros como una manta pesada. Yo miraba el calendario pegado en la nevera, con los días del viaje marcados en rojo. Habíamos esperado todo el año por estas vacaciones. Veracruz nos prometía mar, arena y un poco de respiro de la rutina asfixiante de Ciudad de México. Pero ahora, a dos semanas de partir, el entusiasmo se desmoronaba entre discusiones y silencios incómodos.

—Claro que sí —respondí, tratando de sonar seguro—. Es nuestro hijo, Lucía. ¿Qué sentido tiene irnos sin él?

Ella suspiró, se recogió el cabello y me miró con esos ojos cansados que últimamente no brillaban como antes.

—No sé si esto va a arreglarnos —susurró—. Ni siquiera sé si quiero intentarlo.

Me quedé helado. No era la primera vez que lo insinuaba, pero nunca lo había dicho tan claro. Emiliano, nuestro pequeño de cinco años, jugaba en el piso con sus carritos, ajeno a la tensión que llenaba el departamento.

La idea del viaje había nacido meses atrás, cuando Lucía y yo apenas nos hablábamos más allá de lo necesario. Yo trabajaba turnos dobles en el hospital y ella daba clases en una secundaria pública. La vida se nos iba entre cuentas por pagar, tareas escolares y peleas por tonterías. Veracruz era nuestra promesa: un intento desesperado por recordar quiénes éramos antes de que la rutina nos devorara.

Pero desde el principio todo salió mal. El hotel que queríamos estaba lleno. El dinero apenas alcanzaba para tres noches en un hostal modesto cerca del malecón. Mi suegra, doña Carmen, insistió en acompañarnos «para ayudar con el niño», aunque todos sabíamos que lo hacía para vigilarme a mí.

—No confío en ti desde aquella vez —me dijo una noche, cuando Lucía ya dormía—. No quiero que vuelvas a lastimarla.

Me mordí la lengua para no responder. Había cometido errores, sí. Una vez, hace dos años, le fui infiel a Lucía con una compañera del hospital. Ella me perdonó, o al menos eso decía. Pero desde entonces, todo cambió entre nosotros.

El día del viaje amaneció lluvioso. Emiliano estaba emocionado; saltaba sobre la cama mientras yo trataba de meter nuestras cosas en una sola maleta vieja.

—¿Vamos a ver delfines, papá? —preguntó con los ojos llenos de ilusión.

—Claro que sí, hijo —mentí—. Vamos a ver delfines y comer nieve todos los días.

Lucía apenas sonrió cuando subimos al taxi rumbo a la terminal de autobuses. Doña Carmen se sentó junto a ella y me dejó solo con Emiliano en la última fila. El camión olía a sudor y frituras; afuera, la ciudad se deslizaba gris y lejana.

Durante el trayecto, Lucía y yo apenas cruzamos palabras. Doña Carmen le hablaba al oído y Emiliano dormía con la cabeza sobre mis piernas. Yo miraba por la ventana y pensaba en todo lo que habíamos perdido: las risas espontáneas, las noches de películas abrazados, los sueños de tener una casa propia algún día.

Llegamos a Veracruz al atardecer. El aire olía a sal y humedad. El hostal era más feo de lo que imaginé: paredes descascaradas, un ventilador ruidoso y una cama matrimonial para los tres. Doña Carmen dormiría en un catre junto a la puerta.

La primera noche salimos al malecón. Emiliano corría detrás de los vendedores de globos mientras Lucía y yo caminábamos en silencio. De pronto, ella se detuvo y me miró con lágrimas en los ojos.

—¿Por qué no podemos ser felices? —me preguntó—. ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?

No supe qué decirle. Sentí un nudo en la garganta y solo pude tomarle la mano, aunque ella no respondió al gesto.

Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños fracasos: Emiliano se enfermó del estómago por comer mariscos; doña Carmen discutió conmigo porque «no ayudaba lo suficiente»; Lucía lloraba en el baño por las noches creyendo que nadie la escuchaba.

Una tarde, mientras Emiliano dormía con fiebre y Lucía salía a buscar suero oral, doña Carmen se sentó junto a mí en el catre.

—¿Por qué no te vas? —me dijo sin rodeos—. Mi hija estaría mejor sin ti.

La miré sorprendido; nunca había sido tan directa.

—La amo —respondí—. Sé que he fallado, pero quiero arreglarlo.

Ella negó con la cabeza.

—El amor no basta cuando hay desconfianza —sentenció—. Y tú ya perdiste su confianza hace mucho.

Esa noche no pude dormir. Escuché a Lucía llorar bajito mientras acariciaba el cabello sudoroso de Emiliano. Me sentí inútil, fuera de lugar en mi propia familia.

El último día fuimos a la playa aunque el cielo estaba nublado. Emiliano jugó un rato con la arena antes de cansarse y pedir brazos. Lucía se sentó lejos de mí, mirando el mar como si buscara respuestas entre las olas.

Me acerqué y me senté junto a ella.

—¿Crees que aún podemos salvar esto? —le pregunté casi en un susurro.

Ella tardó en responder.

—No lo sé —dijo al fin—. Estoy cansada de intentarlo sola.

Me dolió escucharla decir eso. Quise abrazarla pero se apartó suavemente.

Esa tarde volvimos al hostal en silencio. Al día siguiente regresamos a casa como si nada hubiera pasado, pero algo había cambiado para siempre entre nosotros.

Hoy escribo esto desde el mismo departamento donde empezó todo. Lucía duerme en otra habitación y Emiliano pregunta cada noche cuándo volveremos al mar. No sé si algún día podremos ser esa familia feliz que soñamos ser en Veracruz, pero sigo intentándolo por ellos… y por mí mismo.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias más viven atrapadas entre sueños rotos y promesas incumplidas? ¿Vale la pena seguir luchando cuando parece que todo está perdido?