El Regalo Sellado: Diez Años de Silencio

—¿Por qué nunca hablamos de esto, Julián? —le pregunté, mi voz temblando mientras mis dedos acariciaban la tapa polvorienta de la caja que nos regaló la tía Carmen hace diez años.

Él no respondió. Solo se quedó mirando el televisor apagado, como si ahí pudiera encontrar las palabras que siempre nos faltaron. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en el barrio San Nicolás, en las afueras de Medellín. El sonido era tan insistente como el nudo en mi garganta.

Recuerdo perfectamente la noche antes de nuestra boda. Mi mamá lloraba de emoción, mis primas bailaban salsa en la sala y la tía Carmen, con su voz grave y su risa contagiosa, nos llamó aparte. Nos entregó una caja envuelta en papel kraft y atada con un listón rojo. “No la abran hasta su primera pelea seria”, nos dijo guiñando un ojo. Todos reímos. Nadie imaginó lo que esa caja llegaría a significar.

La primera discusión llegó rápido, como suele pasar. Fue por algo tonto: Julián olvidó comprar el arroz para la cena y yo estaba cansada del trabajo en la panadería. Gritamos un poco, pero al final nos abrazamos y nos prometimos no dejar que las cosas pequeñas nos separaran. La caja quedó intacta sobre el ropero.

Pero los años pasaron y las discusiones dejaron de ser sobre arroz o pan. Se volvieron silencios largos después de cenas frías, miradas esquivas cuando hablábamos de dinero, o el dolor sordo cuando Julián llegaba tarde del taller y olía a cerveza. Yo también tenía mis secretos: las cartas de mi hermana desde Argentina que nunca le mostré, los ahorros escondidos para “por si acaso”.

La caja seguía ahí, como un testigo incómodo. A veces pensaba en abrirla sola, pero algo me detenía. ¿Y si lo que había dentro no era suficiente para salvarnos? ¿Y si abrirla era admitir que habíamos fracasado?

Una noche, después de una pelea especialmente amarga —esta vez por la decisión de no tener hijos—, me senté frente a la caja y lloré en silencio. Julián dormía en el sofá. Pensé en irme, en tomar mis cosas y buscar a mi hermana en Buenos Aires. Pero no lo hice. Al día siguiente, preparé café como siempre y fingimos que nada había pasado.

Así vivimos durante años: juntos pero solos, compartiendo la cama pero no los sueños. Mis amigas del barrio decían que así era el matrimonio: aguantar, callar y seguir adelante. Pero yo sentía que me ahogaba.

Un día, mientras barría el patio, vi a la tía Carmen sentada bajo el almendro del parque. Me acerqué y le conté todo, menos lo peor: que ya no sabía si amaba a Julián o solo le temía a la soledad.

—¿Y la caja? —me preguntó con esa mirada suya que parece ver más allá de las palabras.

—Sigue cerrada —le respondí.

Ella sonrió triste.—A veces, hija, uno guarda tanto silencio que olvida cómo se oye su propia voz.

Esa noche, Julián llegó temprano. Se sentó a mi lado y me miró como hacía años no lo hacía.

—¿Te acuerdas de la caja? —me preguntó.

Asentí, sin atreverme a mirarlo a los ojos.

—Creo que ya es hora —dijo él.

Nos sentamos juntos en la cama. Mis manos temblaban mientras desataba el listón rojo. Dentro había dos cartas escritas por la tía Carmen y dos copas pequeñas envueltas en papel periódico amarillento. En una carta decía: “Cuando abran esto, recuerden por qué se eligieron”. En la otra: “No teman hablar; el amor no es silencio”.

Nos miramos largamente. Por primera vez en años, hablamos sin miedo: de nuestros sueños rotos, del miedo a estar solos, del dolor de no tener hijos y del amor que aún quedaba entre las ruinas.

Lloramos juntos. Brindamos con las copas viejas por lo bueno y lo malo. Esa noche dormimos abrazados como al principio.

Hoy escribo esto mientras Julián prepara café en la cocina. No sé qué pasará mañana; tal vez sigamos juntos o tal vez no. Pero al menos ya no hay silencios entre nosotros.

Me pregunto: ¿cuántos matrimonios viven así, guardando palabras como si fueran veneno? ¿Cuántos regalos dejamos sin abrir por miedo a enfrentar lo que realmente sentimos?