No hay nada que lamentar

—¿Por qué no me lo dijiste antes, Camilo? —La voz de Lucía temblaba, y sus ojos, normalmente tan vivos, se perdían en el reflejo turbio del río Magdalena. El sol caía a plomo sobre Barrancabermeja, pero yo sentía frío, un frío que me calaba los huesos y me apretaba el pecho.

No respondí. ¿Qué podía decirle? Que tenía miedo. Que no quería cargarla con más problemas de los que ya teníamos. Que mamá apenas podía con la vida desde que papá se fue con otra mujer a Bucaramanga. Que yo, el hermano mayor, debía ser fuerte, aunque por dentro me estuviera desmoronando.

Lucía lanzó una piedra al agua. El círculo que se formó se fue expandiendo hasta perderse. Así sentía mi culpa: creciendo, ocupándolo todo.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —insistió ella, con esa mezcla de rabia y desesperanza que solo los adolescentes conocen bien.

Me quedé mirando las manos. Manos de obrero, curtidas por cargar bultos en el mercado desde los catorce años. Manos que no supieron protegerla. Manos que temblaban.

—No sé, Lucía. De verdad que no sé —murmuré.

Ella se levantó de golpe. Su falda azul ondeó con el viento del río. Por un segundo pensé que iba a tirarse al agua, pero solo se alejó unos pasos y se abrazó a sí misma.

—No puedo más, Camilo. No puedo seguir fingiendo que todo está bien —dijo, casi en un susurro.

Recordé la noche anterior: mamá llorando en la cocina porque no había plata para el arriendo; Lucía encerrada en el baño, tapándose la boca para que no la oyéramos sollozar; yo sentado en la cama, mirando el techo y preguntándome cómo carajos habíamos llegado a ese punto.

La verdad es que todo empezó mucho antes. Cuando papá aún estaba en casa, cuando Lucía y yo éramos niños y creíamos que el mundo era justo. Pero la justicia es un lujo para los ricos, eso lo aprendí rápido.

El secreto que guardaba era simple y devastador: había perdido el trabajo en el mercado hacía dos semanas. Me despidieron por defender a un compañero al que acusaron de robo. No tenía cómo ayudar en la casa. No tenía cómo pagarle a Lucía sus útiles para la universidad pública, donde acababa de pasar con tanto esfuerzo.

—¿Por qué no confiaste en mí? —preguntó Lucía, dándose vuelta para mirarme de frente.

—Porque eres mi hermana menor —respondí—. Porque siempre quise protegerte.

Ella sonrió triste.

—A veces proteger también es dejarse ayudar.

Me sentí más pequeño que nunca.

Esa tarde caminamos juntos por el malecón. Los niños reían lanzando migas de pan a las garzas y patos. Una pareja de ancianos se tomaba de la mano. Todo parecía tan normal, tan ajeno a nuestro dolor.

Al llegar a casa, mamá estaba sentada frente al televisor apagado. Tenía los ojos rojos y las manos entrelazadas sobre el regazo.

—¿Dónde estaban? —preguntó sin mirarnos.

—En el río —respondió Lucía.

Mamá asintió y suspiró hondo.

—Hoy vino doña Mercedes a cobrar el arriendo otra vez —dijo—. Nos dio hasta el viernes.

El silencio cayó como una losa sobre nosotros. Yo sentí ganas de gritar, de salir corriendo, de desaparecer.

Esa noche no dormí. Escuché a Lucía moverse en su cuarto, inquieta. Pensé en todo lo que habíamos perdido: la infancia, la tranquilidad, la fe en el futuro. Pensé en papá y su nueva familia; en mamá y su tristeza infinita; en mí mismo, atrapado entre la obligación y la impotencia.

Al día siguiente, Lucía me despertó temprano.

—Voy a buscar trabajo —anunció—. No puedo esperar más.

Quise detenerla, decirle que no era justo, que ella debía estudiar, cumplir sus sueños. Pero no tenía argumentos ni fuerzas para convencerla. Solo asentí y le di un abrazo torpe.

Pasaron los días y nada mejoró. Lucía consiguió un empleo limpiando casas en el barrio El Campín. Volvía cansada, con las manos agrietadas por el cloro y los productos baratos. Mamá empezó a vender empanadas en la esquina; yo hacía mandados por unas monedas.

Una tarde, mientras ayudaba a mamá con la masa, escuché a Lucía llorar en su cuarto. Entré sin tocar y la vi sentada en el suelo, abrazando sus rodillas.

—¿Qué pasa? —pregunté, arrodillándome junto a ella.

—No puedo más —dijo entre sollozos—. Me gritan, me tratan como si fuera basura… Y yo solo quiero estudiar…

La abracé fuerte. Sentí su dolor como si fuera mío.

Esa noche tomé una decisión: iría donde don Álvaro, un viejo amigo de papá que tenía una ferretería. Le pediría trabajo aunque fuera barriendo pisos.

Don Álvaro me miró con lástima cuando le conté mi situación.

—Camilo, muchacho… aquí no hay mucho para dar —dijo—. Pero puedes venir desde mañana. Te pago lo que pueda.

Acepté sin dudarlo. Cualquier cosa era mejor que ver a Lucía destruida poco a poco.

Con el tiempo logramos juntar lo suficiente para pagar el arriendo atrasado. Mamá sonrió por primera vez en meses cuando doña Mercedes nos dio el recibo sellado.

Pero la alegría duró poco. Una tarde, Lucía llegó a casa con los ojos hinchados y una carta arrugada en la mano.

—Me aceptaron en la beca para estudiar medicina en Bogotá —anunció entre lágrimas—. Pero no tengo cómo irme… ni dónde quedarme allá…

Mamá rompió a llorar. Yo sentí una mezcla de orgullo y rabia: orgullo por mi hermana luchadora; rabia por nuestra pobreza injusta.

Esa noche discutimos fuerte:

—¡Tienes que irte! —le grité—. ¡No puedes quedarte aquí solo porque nos necesitas!

—¡No voy a dejarte solo con mamá! —respondió ella—. ¡No después de todo lo que has hecho por mí!

Mamá intervino:

—Lucía… hijo… ninguno de los dos puede cargar con todo esto solo…

Al final, fue Lucía quien tomó la decisión más dura: se fue a Bogotá con una maleta prestada y cien mil pesos ahorrados entre todos. La despedimos en la terminal de buses bajo una lluvia fina y persistente.

Los días siguientes fueron grises y silenciosos. Extrañaba su risa, sus bromas tontas, incluso sus peleas conmigo por quién lavaba los platos.

Pero algo cambió en mí: entendí que amar también es dejar ir; que proteger no siempre significa retener; que la vida es dura pero también puede ser generosa si uno no se rinde.

Hoy escribo esto sentado junto al río Magdalena otra vez. El agua sigue fluyendo, indiferente a mis penas y alegrías. Lucía me llama cada semana desde Bogotá; dice que extraña el calor del pueblo pero está feliz estudiando lo que siempre soñó.

A veces me pregunto si hice lo correcto guardando ese secreto tanto tiempo; si debí confiar antes en mi hermana; si nuestra historia habría sido distinta si hubiéramos hablado sin miedo desde el principio.

¿Ustedes qué piensan? ¿Es mejor callar para proteger o hablar aunque duela? ¿Cuántas familias latinoamericanas viven atrapadas entre el amor y la necesidad?