El Grito en el Callejón: Una Noche que Cambió mi Vida para Siempre

—¡Ayuda! ¡Por favor, alguien ayúdeme!—

El grito me atravesó el pecho como un cuchillo. Eran casi las dos de la mañana y yo, Santiago Ramírez, no podía dormir. El calor de Guadalajara era insoportable, y el ventilador apenas movía el aire denso de mi cuarto. Me levanté, sudando, y me asomé por la ventana. El callejón detrás de la casa de mi abuela estaba oscuro, pero ese grito… ese grito no era de este mundo.

Bajé las escaleras en silencio, esquivando los escalones que crujían para no despertar a mi mamá ni a mi abuela. Mi corazón latía tan fuerte que temía que se escuchara afuera. Abrí la puerta trasera y salí al callejón. El olor a tierra mojada y basura me golpeó la cara. Caminé despacio, con el celular en la mano, la linterna temblando por mis nervios.

—¿Quién está ahí?— pregunté, mi voz apenas un susurro.

De entre las sombras, vi una figura encogida junto a los botes de basura. Era una mujer joven, con la ropa rasgada y sangre en la frente. Sus ojos, enormes y llenos de terror, se clavaron en los míos.

—Por favor… no me deje sola— murmuró.

Me arrodillé a su lado. —Tranquila, ya estoy aquí. ¿Qué te pasó?—

Ella sollozaba, temblando. —Me siguieron… querían robarme… pero yo… yo vi algo que no debía—

En ese momento escuché pasos apresurados acercándose desde el otro extremo del callejón. Mi instinto gritó que corriera, pero algo más fuerte me obligó a quedarme. Tomé a la mujer del brazo y la ayudé a ponerse de pie.

—Vamos, rápido— le susurré.

La llevé por la puerta trasera de mi casa y cerré con seguro. Apenas entramos, mi abuela apareció en la cocina, envuelta en su bata de flores.

—¿Qué está pasando aquí, Santiago? ¿Quién es ella?—

No supe qué decirle. La mujer se desplomó en una silla y empezó a llorar desconsoladamente. Mi mamá bajó corriendo las escaleras al escuchar el alboroto.

—¡Santiago! ¿Qué hiciste?—

—No hice nada, mamá. La encontré afuera… la estaban persiguiendo—

Mi abuela se acercó y le puso una mano en el hombro a la mujer. —Tranquila, hija. Aquí estás segura.—

Esa noche nadie durmió. Llamamos a la policía, pero cuando llegaron, la mujer ya se había calmado un poco y solo dijo que no quería problemas, que solo necesitaba descansar y luego se iría. La policía tomó nota y se fue sin más.

Al día siguiente, mientras desayunábamos, la mujer —que se presentó como Mariana— me miró con una mezcla de gratitud y miedo.

—Gracias por ayudarme anoche. No sé cómo pagarte esto.—

Mi abuela le sirvió café y pan dulce. —Aquí nadie tiene que pagar nada. Todos necesitamos ayuda alguna vez.—

Pero algo en la forma en que Mariana miraba a mi abuela me inquietó. Era como si la conociera de antes.

Pasaron los días y Mariana no se iba. Ayudaba en la casa, cocinaba con mi abuela y hasta jugaba con mis primos cuando venían de visita. Pero cada vez que sonaba el teléfono o alguien tocaba la puerta, ella se ponía tensa.

Una tarde, mientras ayudaba a mi abuela a limpiar el desván, encontré una caja vieja llena de cartas y fotos antiguas. Entre ellas había una foto de mi abuelo —a quien nunca conocí— abrazando a una mujer idéntica a Mariana.

—Abuela… ¿quién es esta?— pregunté.

Mi abuela palideció al ver la foto. —Esa… esa es tu tía Lucía.—

—¿Tía? Pero tú nunca hablaste de ella.—

Mi abuela suspiró hondo. —Lucía desapareció hace muchos años. Nadie supo qué fue de ella.—

Esa noche no pude dormir pensando en la foto y en Mariana. Al día siguiente, cuando todos dormían, bajé a la cocina y encontré a Mariana llorando frente a la ventana.

—¿Por qué lloras?— le pregunté suavemente.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas. —Santiago… yo soy hija de Lucía.—

Sentí que el mundo se me venía encima. —¿Por qué no lo dijiste antes?—

—Tenía miedo… No sabía si podía confiar en ustedes.—

Me contó que su mamá había huido de casa por un conflicto con mi abuelo, un hombre violento y controlador. Mariana creció sin familia, siempre huyendo del pasado de su madre. Hace poco, su mamá murió y ella decidió buscar sus raíces… pero alguien la seguía desde entonces.

Todo encajaba: los nervios de Mariana, su parecido con las fotos antiguas, el silencio de mi abuela sobre Lucía.

Esa misma semana, un hombre apareció preguntando por Mariana. Decía ser un viejo amigo de su madre, pero sus ojos fríos y su sonrisa falsa me pusieron los pelos de punta.

Esa noche discutí con mi mamá y mi abuela sobre qué hacer.

—No podemos seguir ocultando esto— dije furioso.—Mariana tiene derecho a saber quién es su familia.—

Mi mamá lloraba en silencio; mi abuela solo miraba al suelo.

Al final decidimos protegerla. Pero el miedo nunca nos abandonó: cada llamada desconocida nos hacía saltar del susto; cada sombra en el callejón nos recordaba esa noche fatídica.

Con el tiempo, Mariana empezó a sanar sus heridas junto a nosotros. Pero yo nunca volví a ser el mismo después de esa noche.

A veces me pregunto: ¿cuántos secretos caben en una familia antes de romperla para siempre? ¿Y cuántas veces podemos elegir entre lo correcto y lo fácil antes de perder quiénes somos?