El precio de la felicidad

—¿Por qué no contestas el teléfono, Emiliano? —La voz de mi madre retumba en el pasillo oscuro del departamento, mientras cierro la puerta tras de mí, sudando aún del largo camino desde la fábrica.

No le respondo. No puedo. Siento el peso de sus palabras como piedras en el estómago. El teléfono vibra en mi bolsillo: es el banco otra vez. La renta, la luz, la comida… todo parece una cadena que me ahoga más cada día.

Vivo en un barrio popular de Monterrey, en un edificio de concreto que se desmorona con cada lluvia. Hace un año, cuando papá murió, mamá y yo tuvimos que mudarnos aquí. Dejamos atrás la casa donde crecí, los árboles de mango en el patio y los domingos de carne asada con mis primos. Ahora, cada noche al regresar del trabajo, cruzo calles llenas de grafitis y perros callejeros, esquivando miradas sospechosas y el eco lejano de sirenas.

—¿Trajiste pan? —pregunta mamá desde la cocina.

—No alcanzó —respondo bajito, sintiendo la vergüenza arderme en la cara.

Ella suspira. Sé que está cansada. Trabaja limpiando casas en San Pedro y llega igual de agotada que yo. Pero nunca se queja. Solo me mira con esos ojos grandes y tristes, como si esperara que yo arregle todo.

Esa noche no ceno. Me encierro en mi cuarto y me tumbo en la cama. El ventilador apenas mueve el aire caliente. Pienso en lo que me dijo Don Ramiro hoy en la fábrica:

—Mira, Emiliano, si quieres ganar más, hay otras formas…

No quise escuchar. Sé a qué se refiere: mover mercancía para los narcos del barrio. Muchos lo hacen. Pagan bien, pero el precio es alto. Yo siempre he dicho que no, pero hoy… hoy sentí la tentación.

Al día siguiente, mientras lavo piezas metálicas bajo el sol ardiente, mi amigo Julián se me acerca.

—¿Qué onda, Emi? ¿Ya pensaste lo que te dijo Ramiro?

—No es para mí —le digo, pero mi voz suena insegura.

Julián se ríe.

—Todos decimos eso al principio. Pero cuando tu jefa te pide para las medicinas o cuando ves a tu hermanita llorar de hambre… ahí cambias de opinión.

No tengo hermanita, pero entiendo lo que dice. Pienso en mamá y en cómo se le marcan las venas en las manos de tanto fregar pisos ajenos.

Esa noche, mientras ceno un poco de arroz recalentado con mamá, ella me mira fijamente.

—Emiliano… ¿tú crees que algún día vamos a salir de aquí?

No sé qué responderle. Quiero mentirle y decirle que sí, que todo va a mejorar. Pero no puedo. Solo bajo la mirada y mastico despacio.

Los días pasan y la presión crece. El banco amenaza con embargar lo poco que tenemos. Un viernes por la tarde, Don Ramiro me espera afuera de la fábrica.

—Piensa bien lo que te dije —me dice—. No es para siempre. Solo hasta que te estabilices.

Esa noche no duermo. Me levanto al baño y escucho a mamá llorar bajito en su cuarto. Me duele el alma.

Al día siguiente acepto el trabajo. Es solo una entrega, me digo. Nadie se va a enterar.

El dinero llega fácil y rápido. Pago las cuentas atrasadas, compro despensa y hasta llevo pan dulce a casa. Mamá sonríe por primera vez en meses.

—¿De dónde sacaste para tanto? —pregunta con desconfianza.

—Me dieron horas extras —miento.

Pero el dinero fácil nunca es suficiente. Pronto me piden hacer más entregas, más riesgosas. Julián me advierte:

—Una vez que entras, ya no puedes salir tan fácil.

Empiezo a dormir mal. Siento miedo cada vez que escucho una patrulla o cuando alguien toca la puerta muy fuerte. Mamá sospecha algo, pero no dice nada. Solo reza más seguido y me mira con tristeza.

Un día, al regresar a casa, encuentro a mamá hablando con una vecina:

—Dicen que andan reclutando muchachos para cosas malas —dice la señora Rosa—. Hay que tener cuidado con Emiliano.

Mamá asiente y me mira con ojos llenos de preguntas sin respuesta.

Esa noche decido dejarlo todo. No puedo seguir así. Prefiero ser pobre pero dormir tranquilo.

Voy a buscar a Don Ramiro para decirle que ya no quiero seguir. Él se ríe en mi cara.

—¿Tú crees que esto es un juego? Aquí nadie se sale cuando quiere.

Me amenaza. Me dice que si hablo o si intento irme, mi madre pagará las consecuencias.

Regreso a casa temblando de miedo. No sé qué hacer. Pienso en irme lejos, pero no puedo dejar sola a mamá.

Esa semana vivo como un fantasma: no hablo con nadie, apenas como y duermo poco. Mamá insiste:

—Dime qué te pasa, hijo…

No puedo más y le cuento todo entre lágrimas. Ella me abraza fuerte y llora conmigo.

—Vamos a salir adelante juntos —me dice—. Pero prométeme que nunca más te vas a meter en eso.

Prometo y cumplo. Busco otro trabajo aunque pague menos. Mamá también consigue más casas para limpiar. Vivimos al día, pero libres del miedo.

A veces veo a Julián en la calle: ya no sonríe como antes. Don Ramiro desapareció; dicen que lo mataron por una deuda mal saldada.

Hoy sigo caminando largas cuadras para ir al trabajo, pero ya no siento vergüenza ni miedo. Aprendí que la felicidad no está en el dinero fácil ni en las cosas materiales, sino en poder mirar a los ojos a mi madre sin mentiras ni culpas.

A veces me pregunto: ¿Cuántos jóvenes como yo han tenido que elegir entre el hambre y el peligro? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un poco de dinero? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?