Siempre estarás cerca de mí…
—¡María, ya llegué! —gritó Salvador desde la puerta, su voz retumbando en la pequeña casa de San Miguel como un trueno inesperado.
El aceite chisporroteaba en la sartén mientras yo, con las manos temblorosas, intentaba voltear los trozos de carne. El olor a cebolla dorada y ajo llenaba la cocina, pero mi estómago estaba hecho un nudo. Afuera, el sol caía a plomo sobre el patio de tierra y los ladridos del perro se mezclaban con el eco de los pasos de Salvador. Sabía que no podía evitarlo más: hoy tendría que decirle la verdad.
—¿Ya casi está la comida? —preguntó él, entrando al comedor y dejando caer las llaves sobre la mesa con un golpe seco.
—Sí, sólo falta picar las verduras —respondí, tratando de sonar tranquila mientras lavaba los jitomates bajo el chorro frío del grifo.
Salvador me miró con esos ojos oscuros que siempre parecían ver más allá de lo evidente. Se sentó en la silla de siempre, la que crujía bajo su peso, y encendió un cigarro. El humo se arremolinó entre nosotros como una nube densa, casi tan pesada como el secreto que llevaba años guardando.
—¿Y los niños? —preguntó, exhalando despacio.
—Están en casa de mi hermana. Les dije que hoy no volvieran hasta tarde —contesté, bajando la voz.
Él levantó una ceja, intrigado. —¿Y eso?
Me sequé las manos en el delantal y me senté frente a él. Sentí cómo me ardían los ojos, pero no podía llorar todavía. No antes de decirlo.
—Salvador… tenemos que hablar —dije finalmente, con un hilo de voz.
Él apagó el cigarro y se inclinó hacia adelante. —¿Qué pasa, María? ¿Estás enferma? ¿Es algo de los niños?
Negué con la cabeza. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho.
—No es eso… Es algo que debí haberte dicho hace mucho tiempo —empecé, y vi cómo su expresión cambiaba de preocupación a desconfianza.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, una vecina gritaba a sus hijos que dejaran de jugar con la manguera. El mundo seguía girando mientras mi vida se detenía en ese instante.
—Hace años… antes de casarnos… yo… —Las palabras se atoraban en mi garganta. Pensé en mi madre, en cómo me advirtió que los secretos siempre encuentran la manera de salir a la luz. Pensé en mis hijos, en lo mucho que amaban a Salvador. Pensé en mí misma, en lo cansada que estaba de fingir.
—¿Qué hiciste, María? —insistió él, ahora con voz dura.
—Antes de conocerte… tuve un hijo —solté al fin, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Un hijo que di en adopción porque no tenía nada… ni a nadie. Nunca te lo dije porque tenía miedo de perderte.
Salvador se quedó helado. Sus manos temblaron sobre la mesa y por un momento pensé que iba a gritarme o a levantarse e irse. Pero no hizo nada. Sólo me miró como si no me reconociera.
—¿Un hijo? —repitió en un susurro—. ¿Y nunca pensaste decírmelo?
Las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. —Lo intenté muchas veces… pero siempre tuve miedo. Miedo de que no me quisieras más, miedo de que pensaras que te mentí toda nuestra vida.
Él se levantó bruscamente y caminó por la cocina como un león enjaulado. Golpeó la pared con el puño y yo di un respingo.
—¡¿Cómo pudiste ocultarme algo así?! —gritó—. ¡Tantos años juntos! ¡Tantos sacrificios!
—Lo siento… —susurré—. Lo siento tanto…
El sonido del horno interrumpió el momento; el pastel de manzana estaba listo. El aroma dulce llenó el aire, pero ya nada podía endulzar ese instante amargo.
Salvador salió al patio sin decir nada más. Lo vi encender otro cigarro y mirar al cielo como buscando respuestas entre las nubes polvorientas del atardecer. Yo me quedé sentada, abrazando mi propio cuerpo, sintiendo cómo el peso del pasado caía sobre mí como una losa.
Recordé cuando era joven y vivía con mi madre en una casita aún más humilde que esta. Recordé al hombre que me prometió amor eterno y luego desapareció cuando supo que estaba embarazada. Recordé las miradas juzgonas de las vecinas y el frío del hospital donde dejé a mi hijo en brazos de una enfermera desconocida.
Pasaron horas antes de que Salvador regresara a la cocina. Sus ojos estaban rojos y su voz era apenas un murmullo.
—¿Ese niño… sabes dónde está?
Negué con la cabeza. —No… sólo sé que fue adoptado por una familia de Monterrey. Nunca volví a saber nada de él.
Él suspiró hondo y se sentó frente a mí otra vez. Por primera vez en años, vi lágrimas en sus ojos.
—¿Por qué no confiaste en mí? —preguntó con dolor.
No supe qué responderle. Tal vez porque ni yo misma confiaba en mí. Porque crecí aprendiendo que las mujeres como yo debíamos callar para sobrevivir.
Esa noche dormimos separados por primera vez desde que nos casamos. Yo lloré hasta quedarme dormida, abrazando la almohada como si fuera un salvavidas en medio del naufragio.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Salvador apenas me hablaba; los niños notaban la tensión pero no preguntaban nada. Yo seguía cocinando, limpiando, fingiendo normalidad mientras por dentro sentía que me desmoronaba poco a poco.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, mi hermana Lucía vino a verme.
—¿Qué te pasa? Tienes cara de muerta en vida —me dijo sin rodeos.
Le conté todo entre sollozos y ella me abrazó fuerte.
—No eres mala persona por haber callado eso —me susurró—. Hiciste lo que pudiste con lo que tenías… Pero ahora tienes que luchar por tu familia.
Sus palabras me dieron fuerzas para intentar hablar con Salvador otra vez. Esa noche le preparé su comida favorita: enchiladas verdes con mucho queso y crema fresca. Me senté a su lado y le tomé la mano.
—No quiero perderte —le dije—. Sé que te fallé… pero te amo más que a nada en este mundo.
Él me miró largo rato antes de responder:
—Yo también te amo… pero necesito tiempo para entender todo esto.
Así pasaron semanas: entre silencios incómodos y pequeños gestos de reconciliación. Un día Salvador llegó temprano del trabajo y me abrazó por detrás mientras cocinaba.
—Vamos a buscarlo —me susurró al oído—. Quiero conocerlo… quiero entender tu pasado para poder seguir adelante contigo.
Lloré como nunca antes, sintiendo por fin un poco de esperanza después de tanta oscuridad.
Hoy seguimos buscando a ese hijo perdido entre papeles viejos y llamadas interminables a oficinas del gobierno. No sé si algún día lo encontraremos, pero al menos ya no tengo miedo de enfrentar mi pasado junto al hombre que elegí para compartir mi vida.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas por secretos como el mío? ¿Cuántas mujeres callan por miedo a perderlo todo? ¿Vale la pena cargar con tanto dolor solo para proteger lo que amamos?