La Esquina de la Decisión: Una Noche en Monterrey

—¡No te detengas, Mariana! —le susurré mientras apretaba su mano con fuerza. El sudor frío me recorría la espalda, y el eco de nuestros pasos parecía retumbar en las calles vacías de la colonia Obispado, en Monterrey. Eran casi las once de la noche y solo faltaba una cuadra para llegar al departamento de mi novia. Habíamos salido a cenar con Valeria, su mejor amiga, después de un día agotador en la universidad. Todo parecía normal, hasta que doblamos la esquina.

Ahí estaban: dos tipos recargados en una camioneta vieja, con gorras bajas y miradas que no buscaban amistad. Sentí cómo el corazón me latía en la garganta. Mariana se pegó más a mí y Valeria bajó la voz.

—¿Y si mejor regresamos? —susurró Valeria, temblando.

Pero ya era tarde. Uno de los hombres se nos acercó, bloqueando el paso.

—¿A dónde tan tarde, muchachos? —preguntó con una sonrisa torcida.

Intenté mantener la calma, aunque las piernas me flaqueaban.

—Solo vamos a casa, señor —respondí, tratando de sonar seguro.

El otro hombre se acercó por detrás. Sentí el frío del miedo paralizarme. Mariana apretó mi brazo; podía sentir su pulso acelerado.

—¿Y si nos invitan a la fiesta? —dijo el primero, acercándose demasiado a Valeria.

En ese momento, todo pasó muy rápido. Mariana gritó, Valeria intentó correr y yo, sin pensarlo, empujé al tipo que tenía enfrente. Hubo un forcejeo, gritos, un golpe seco. No recuerdo bien cómo, pero logré zafarme y jalar a Mariana conmigo. Valeria tropezó y cayó al suelo. Los hombres se rieron y uno de ellos sacó algo brillante del bolsillo.

—¡Váyanse antes de que se ponga feo! —gritó el segundo.

Corrimos como nunca en la vida. El corazón me dolía del esfuerzo y del miedo. Al llegar al departamento, Mariana no podía dejar de llorar. Valeria tenía la rodilla raspada y yo sentía una mezcla de rabia e impotencia.

Esa noche no dormimos. Nos sentamos en el piso de la sala, abrazados, preguntándonos cómo algo tan simple como caminar a casa podía convertirse en una pesadilla. Monterrey siempre había sido nuestra ciudad: llena de vida, de sueños universitarios y promesas de futuro. Pero esa noche entendí que la inseguridad no era solo una noticia más; era una sombra que podía alcanzarnos a cualquiera.

Los días siguientes fueron un infierno. Mariana no quería salir sola ni siquiera para ir a la tienda. Valeria decidió mudarse con sus padres a San Nicolás. Yo me sentía responsable, como si hubiera fallado en protegerlas. Mi mamá me llamaba todos los días desde Saltillo, preocupada por nuestra seguridad.

—Hijo, ¿por qué no se vienen para acá? Aquí está más tranquilo —me decía con voz temblorosa.

Pero yo no quería rendirme. Habíamos luchado tanto por estudiar en Monterrey, por construir nuestro propio camino lejos de casa. Sin embargo, cada vez que salía a la calle, sentía los ojos de la ciudad observándome con desconfianza.

Una tarde, mientras esperaba a Mariana afuera de la facultad de Derecho, vi cómo un grupo de estudiantes se reunía para protestar contra la violencia. Me acerqué y escuché sus historias: asaltos en camiones, robos a mano armada cerca del campus, acoso en las calles oscuras. No éramos los únicos; éramos parte de una generación marcada por el miedo y la incertidumbre.

Esa noche hablé con Mariana.

—No quiero vivir así —me dijo entre lágrimas—. No quiero tener miedo cada vez que salgo a la calle.

La abracé fuerte. Sabía que tenía razón. Pero también sabía que huir no era la respuesta que quería darle a mi vida ni a mi ciudad.

Decidimos buscar ayuda psicológica en la universidad. Nos unimos a un grupo de apoyo para víctimas de violencia urbana. Ahí conocimos a personas como nosotros: jóvenes con sueños interrumpidos por el miedo, familias rotas por la inseguridad, historias que dolían pero también inspiraban esperanza.

Poco a poco, Mariana fue recuperando la confianza para salir sola. Yo aprendí a dejar de culparme por lo que pasó esa noche. Valeria volvió a visitarnos un par de veces; aunque nunca volvió a vivir sola en Monterrey, su amistad se hizo más fuerte.

Pero las heridas seguían ahí. Cada vez que escuchaba una moto acercarse por detrás o veía una camioneta sospechosa estacionada cerca del edificio, el corazón me daba un vuelco. Aprendí a vivir con ese miedo, pero también aprendí a no dejar que me definiera.

Un día, mientras caminábamos por el mismo camino donde todo ocurrió, Mariana me tomó la mano y sonrió.

—¿Te acuerdas? —me preguntó señalando la esquina fatídica.

Asentí en silencio.

—No quiero olvidar lo que pasó —dijo—. Pero tampoco quiero dejar de vivir por culpa del miedo.

Supe entonces que habíamos cambiado para siempre. Que esa noche nos había robado algo de inocencia, pero también nos había dado una fuerza nueva para enfrentar la vida juntos.

Hoy han pasado cuatro años desde aquella noche. Terminamos la carrera, conseguimos trabajo y seguimos viviendo en Monterrey. La ciudad sigue siendo peligrosa a veces, pero también está llena de gente buena que lucha cada día por cambiar las cosas.

A veces me pregunto: ¿cuántos jóvenes más tendrán que pasar por lo mismo antes de que algo cambie? ¿Cuánto tiempo más vamos a normalizar el miedo en nuestras calles?

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido ese miedo al caminar por tu propia ciudad? ¿Qué harías tú para recuperar tu tranquilidad?