La noche en que Staś tocó mi puerta
—¡No abras esa puerta, Camilo! —gritó Andrés desde el otro lado del pasillo, su voz temblando como nunca antes la había escuchado.
Pero ya era tarde. Mi mano temblorosa giró el picaporte y, por un instante eterno, sentí que el aire se volvía más denso, casi irrespirable. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas del viejo edificio en Chapinero como si quisiera advertirnos de algo. Yo tenía 21 años y pensaba que nada podía asustarme. Qué equivocado estaba.
Todo comenzó unas semanas antes, cuando la rutina universitaria se mezclaba con las risas y los sueños de cuatro amigos: Andrés, Julián, Mateo y yo. Compartíamos el mismo piso en una residencia estudiantil donde las paredes eran tan delgadas que los secretos no duraban mucho. Éramos inseparables, cómplices de fiestas improvisadas y confesiones a media noche.
Una tarde cualquiera, mientras preparábamos arepas en la cocina comunal, Valeria —la hermana menor de Julián— llegó con dos amigas. Traían una caja vieja y polvorienta. «Vamos a jugar a la ouija», anunció Valeria con una sonrisa traviesa. Yo me burlé: «¿Y si mejor jugamos parqués?». Pero ellas insistieron y, entre risas nerviosas y miradas cómplices, nos sentamos todos en círculo.
La tabla improvisada era solo un pedazo de cartón con letras dibujadas a mano y un vaso de vidrio. Al principio, todo fue broma: preguntas tontas, respuestas absurdas. Pero cuando Valeria preguntó: «¿Hay alguien aquí con nosotros?», el vaso se movió lentamente hacia el ‘Sí’. Nos miramos en silencio. Nadie admitió haberlo movido.
—¿Cómo te llamas? —preguntó una de las amigas.
El vaso deletreó: S-T-A-S.
—¿Cuántos años tienes? —insistió Valeria.
—Siete —dijo el vaso.
La atmósfera cambió. El aire se volvió frío. Una de las chicas empezó a llorar. Yo intenté bromear para romper la tensión, pero sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Julián se levantó abruptamente: «Ya estuvo bueno. Mejor vamos a dormir».
Esa noche no pude pegar ojo. Escuchaba pasos en el pasillo, susurros detrás de la puerta. Pensé que era mi imaginación o alguna broma pesada de mis amigos. Pero al día siguiente, todos estábamos pálidos y ojerosos en la mesa del desayuno.
—¿Alguien más escuchó cosas raras anoche? —preguntó Mateo en voz baja.
Nadie respondió, pero todos asentimos.
Los días siguientes fueron una pesadilla silenciosa. Las luces parpadeaban sin razón, los objetos cambiaban de lugar y el ambiente se sentía cada vez más pesado. Valeria dejó de visitarnos; sus amigas tampoco volvieron. Julián se encerraba en su cuarto y apenas hablaba. Andrés empezó a rezar cada noche antes de dormir.
Una madrugada, mientras estudiaba para un parcial de economía, escuché unos golpecitos suaves en mi puerta. Miré el reloj: 2:33 am. Me acerqué despacio y pregunté:
—¿Quién es?
Silencio.
Abrí la puerta y no había nadie. Solo el pasillo oscuro y frío. Pero al cerrar, vi una pequeña huella de barro en el piso, como si un niño hubiera estado ahí parado.
El miedo se apoderó de mí. Empecé a investigar sobre Staś, buscando historias similares en foros y grupos de Facebook. Descubrí que muchas personas habían tenido experiencias con «niños fantasmas» después de jugar a la ouija. Algunos decían que eran almas perdidas; otros, algo mucho peor.
Una tarde lluviosa, Julián confesó entre sollozos:
—Valeria no está bien… Desde esa noche tiene pesadillas horribles y habla sola. Mi mamá quiere llevarla donde una curandera en Soacha.
Andrés propuso hacer una limpieza espiritual en el apartamento. Trajo velas blancas, agua bendita y una rama de ruda que su abuela le había dado desde Pasto. Nos reunimos todos en la sala, temblando más por el miedo que por el frío bogotano.
—Staś, si estás aquí, te pedimos que te vayas en paz —dijo Andrés con voz firme.
Las velas parpadearon violentamente y una ráfaga helada recorrió el cuarto. De repente, escuchamos un llanto infantil proveniente del baño. Corrimos hacia allá y encontramos la ducha abierta y el espejo empañado con la palabra «AYUDA» escrita con un dedo pequeño.
Esa fue la gota que derramó el vaso. Decidimos mudarnos al final del semestre. Cada uno tomó su camino: Andrés volvió a Pasto con su familia; Mateo se fue a Medellín; Julián se quedó en Bogotá para cuidar a Valeria, quien poco a poco fue recuperándose tras varias visitas a la curandera.
Yo terminé mi carrera pero nunca volví a ser el mismo. Durante años tuve pesadillas con Staś: un niño de ojos tristes que me miraba desde el umbral de mi puerta, pidiéndome ayuda con un susurro apenas audible.
A veces me pregunto si realmente logramos despedirlo o si simplemente aprendimos a vivir con su presencia invisible. ¿Cuántas cosas hay en este mundo que no entendemos? ¿Y qué precio pagamos por jugar con lo desconocido?
¿Ustedes alguna vez han sentido que algo los observa cuando están solos? ¿Se atreverían a jugar a la ouija después de leer mi historia?