El susurro de la Ouija: Voces que no se olvidan

—¿Por qué no me dejan en paz? —grité, con la voz quebrada, mientras el sudor frío me recorría la espalda. El reloj marcaba las tres de la madrugada y el eco de mi propio grito rebotaba en las paredes húmedas del departamento. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina como si quisiera advertirnos de algo.

Todo comenzó hace seis años, cuando estudiaba en la UNAM y compartía vecindario con tres amigos: Diego, Emiliano y Rodrigo. Éramos inseparables, hermanos elegidos por el destino y por la necesidad de sobrevivir lejos de casa. Vivíamos en un edificio viejo en Coyoacán, donde los pasillos olían a humedad y los vecinos se saludaban con desconfianza.

Una tarde de octubre, Mariana —la hermana menor de Diego— llegó con sus amigas: Sofía y Valeria. Traían una caja polvorienta y una sonrisa traviesa. “Vamos a jugar a la ouija”, dijo Mariana, como si fuera lo más normal del mundo. Yo me negué al principio; crecí en un pueblo de Veracruz donde mi abuela siempre decía que esas cosas no se tocan. Pero la curiosidad pudo más.

Nos sentamos en círculo, apagamos las luces y encendimos velas. El tablero parecía inofensivo, pero el aire se volvió denso apenas pusimos los dedos sobre el vaso invertido. Mariana preguntó: “¿Hay alguien aquí?”. El vaso se movió lentamente hacia el ‘Sí’. Nos miramos nerviosos, pero Sofía rió: “Seguro alguien está empujando”.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Valeria.

Las letras formaron un nombre: “Mateo”.

—¿Qué quieres? —insistió Mariana.

El vaso tembló y deletreó: “Ayuda”.

En ese momento, un viento helado apagó las velas. Mariana gritó y todos soltamos el vaso. El silencio fue tan profundo que escuché mi propio corazón retumbando en los oídos.

Esa noche nadie durmió bien. Al día siguiente, Mariana estaba pálida y callada. Diego intentó bromear para romper la tensión, pero algo había cambiado en el ambiente. Los días pasaron y cosas extrañas comenzaron a suceder: puertas que se cerraban solas, susurros en los pasillos, sombras que se deslizaban por el rabillo del ojo.

Una madrugada, escuché a Mariana llorar en el baño. Me acerqué y la encontré abrazada a sí misma, temblando.

—No puedo dormir —me dijo—. Siento que alguien me observa todo el tiempo.

Intenté consolarla, pero yo también sentía esa presencia. Rodrigo sugirió que era sugestión colectiva, pero Emiliano confesó que había soñado con un niño llamado Mateo, que le pedía ayuda para encontrar a su mamá.

La situación empeoró cuando Mariana empezó a hablar dormida. Decía cosas que no entendíamos: nombres, fechas, lugares desconocidos. Diego estaba desesperado; su hermana se estaba desmoronando frente a sus ojos y nadie sabía cómo ayudarla.

Un día, encontramos a Mariana en el techo del edificio, mirando al vacío. Corrí hacia ella y la abracé con fuerza.

—No quiero estar aquí —susurró—. Mateo dice que aquí no es su hogar.

Llamamos a una tía de Diego, doña Lupita, que era curandera en Xochimilco. Llegó con sus hierbas y rezos, regañándonos por jugar con cosas que no entendíamos.

—Ustedes abrieron una puerta —nos dijo—. Ahora tienen que cerrarla.

Organizó una limpia en el departamento. El olor a copal llenó los cuartos mientras doña Lupita rezaba en náhuatl y español. Mariana lloraba sin parar; Diego la sostenía mientras yo sentía un nudo en la garganta.

Esa noche soñé con Mateo. Era un niño de unos ocho años, vestido con ropa vieja y sucia. Me miró con ojos tristes y me dijo: “Dile a mi mamá que no fue mi culpa”. Desperté empapado en sudor.

Le conté el sueño a doña Lupita y ella me pidió que buscara noticias antiguas sobre niños desaparecidos en la zona. Pasé horas en la hemeroteca hasta que encontré una nota de hacía veinte años: “Niño desaparecido tras incendio en vecindad de Coyoacán”. Su nombre era Mateo Hernández.

Con esa información, doña Lupita organizó una misa en honor a Mateo. Invitamos a los vecinos; algunos rezaron con nosotros, otros nos miraron como locos. Pero esa noche, Mariana durmió tranquila por primera vez en semanas.

Poco a poco, las cosas volvieron a la normalidad. Pero yo nunca volví a ser el mismo. Aprendí que hay heridas invisibles que cargamos sin saberlo; historias inconclusas que buscan ser escuchadas.

A veces, cuando camino solo por Coyoacán y siento un escalofrío inexplicable, me pregunto si realmente cerramos esa puerta o si solo aprendimos a vivir con ella entreabierta.

¿Hasta dónde puede llegar nuestra curiosidad antes de volverse peligrosa? ¿Cuántas historias olvidadas esperan aún ser contadas? ¿Y ustedes… alguna vez han sentido que algo o alguien los observa desde el otro lado?