El peso de la promesa: La historia de Ema y Hernán
—¿Hasta cuándo vas a seguir perdiendo el tiempo con ese muchacho, Ema? —La voz de mi mamá retumbó en la cocina, rebotando entre las ollas y el olor a café recién hecho.
Me quedé mirando el vapor que salía de mi taza, evitando sus ojos. Afuera, las jacarandas habían dejado caer sus flores y la acera parecía un tapiz morado. Era octubre en Buenos Aires, y el aire traía esa mezcla de nostalgia y promesas rotas.
—Mamá, ya te dije que estamos bien así —respondí, aunque ni yo misma estaba convencida.
Ella suspiró, se secó las manos en el delantal y se sentó frente a mí. —Ema, vos ya tenés veintiocho años. ¿No ves que Hernán sólo te está haciendo perder el tiempo? Si fuera un hombre de verdad, ya te habría pedido casamiento.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Hernán y yo llevábamos dos años juntos. Él siempre decía que no había apuro, que el amor no necesitaba papeles. Pero últimamente, cada vez que le hablaba del futuro, cambiaba de tema o me besaba para callarme.
Esa noche, cuando Hernán vino a buscarme en su moto, todavía tenía las palabras de mi mamá retumbando en la cabeza. El viento frío me pegaba en la cara mientras recorríamos las calles iluminadas por faroles viejos.
—¿Por qué estás tan callada? —me preguntó mientras estacionábamos frente a su departamento.
—Nada, cosas de mi vieja —mentí.
Subimos y nos tiramos en el sillón. Él puso música de Charly García y abrió una cerveza. Yo lo miré: su barba desprolija, sus manos grandes, la forma en que se reía de mis chistes malos. Lo amaba, pero algo me dolía adentro.
—¿Vos pensás alguna vez en casarte? —solté de golpe.
Hernán se quedó quieto. —¿Otra vez con eso? Ema, ya te dije: estamos bien así. ¿Para qué complicar las cosas?
—No es complicar —le dije—. Es saber si querés un futuro conmigo o sólo pasar el rato.
Él se levantó y fue a la ventana. —Mi viejo se casó tres veces y siempre terminó mal. No quiero repetir lo mismo.
—Yo no soy tu viejo —le respondí, sintiendo cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.
Esa noche dormí en su casa, pero sentí que había una distancia nueva entre nosotros. Al día siguiente, mi mamá me esperaba con mate y una mirada inquisidora.
—¿Y? ¿Qué te dijo?
No le contesté. Me fui al trabajo con un nudo en la garganta. En la oficina, mis compañeras hablaban de bodas, bebés y casas propias. Yo sentía que estaba parada en el medio de un puente que no llevaba a ningún lado.
Una tarde, mi hermano menor, Tomás, vino a verme. Se sentó en mi cama y me miró serio.
—Ema, ¿vos sos feliz con Hernán?
Me sorprendió la pregunta. Tomás siempre había sido el rebelde de la familia, el que no creía en nada tradicional.
—No sé —le dije—. A veces sí, a veces siento que estoy esperando algo que nunca va a pasar.
Él me abrazó fuerte. —No tenés que hacer lo que mamá quiere. Pero tampoco te quedes donde no te animás a pedir lo que necesitás.
Esa noche soñé con una boda: yo vestida de blanco, pero Hernán no estaba al lado mío. En su lugar había una silla vacía.
Los días pasaron y la tensión creció. Una tarde lluviosa, Hernán apareció en casa con flores marchitas y una sonrisa cansada.
—¿Podemos hablar? —me dijo.
Nos sentamos en la cocina mientras mi mamá espiaba desde el pasillo.
—Ema, yo te amo —empezó—. Pero no quiero casarme ahora. No sé si algún día voy a querer. No quiero prometerte algo que no siento.
Sentí que el mundo se me venía abajo. Lloré sin vergüenza frente a él y frente a mi mamá, que entró corriendo como si pudiera salvarme del dolor.
—¡Viste! ¡Te lo dije! —gritó ella—. ¡Ese pibe nunca fue para vos!
Pero yo no quería escucharla. No quería escuchar a nadie. Sólo quería entender por qué amar a alguien no era suficiente para construir un futuro juntos.
Pasaron semanas en las que apenas comía o dormía. Mis amigas me invitaban a salir pero yo sólo quería estar sola. Un día, Tomás me llevó al parque donde jugábamos de chicos.
—Ema, vos valés mucho más que una promesa rota —me dijo—. No sos menos mujer por no casarte ni más feliz por estar sola. Pero tenés derecho a pedir lo que querés.
Sus palabras me hicieron pensar en todas las veces que callé mis deseos para no incomodar a los demás: a Hernán, a mi mamá, incluso a mí misma.
Un domingo al mediodía, mientras ayudaba a mi mamá a preparar empanadas, le dije:
—Mamá, no sé si algún día me voy a casar o si voy a tener hijos. Pero quiero ser feliz con mis decisiones, aunque no sean las tuyas.
Ella me miró largo rato y luego me abrazó fuerte. Por primera vez sentí que podía respirar sin culpa.
Con Hernán hablamos una última vez en un café del centro. Nos miramos como dos desconocidos que alguna vez compartieron todo.
—Te deseo lo mejor —me dijo él—. Ojalá encuentres lo que buscás.
Me fui caminando bajo la lluvia, sintiendo tristeza pero también alivio. Por primera vez en mucho tiempo sentí que era dueña de mi vida.
Ahora miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas veces nos quedamos donde no somos felices sólo por miedo al qué dirán? ¿Cuántas mujeres callan sus sueños para no romper con lo esperado?
¿Y vos? ¿Te animarías a elegirte aunque eso signifique decepcionar a los demás?