La Fiesta Que Lo Cambió Todo

—¿Por qué hoy, papá? ¿Por qué justo hoy? —le grité, con la voz quebrada y el corazón en la garganta, mientras los globos aún colgaban del techo y el aroma del pastel de tres leches flotaba en el aire. Nadie en la sala se atrevía a moverse. Mi mamá, con los ojos hinchados y las manos temblorosas, sostenía la bandeja de empanadas como si fuera lo único que la mantenía en pie.

Era el cumpleaños 51 de mi papá, Ernesto. La casa estaba llena de primos, tíos y vecinos; todos reían, brindaban con cerveza y bailaban cumbia. Pero en un instante, la música se detuvo. Papá se aclaró la garganta y, con una calma que me pareció cruel, soltó la bomba: “Me voy de la casa. Ya no puedo seguir fingiendo”.

Mi hermana menor, Camila, se tapó los oídos y salió corriendo al patio. Mi abuela Rosa murmuró una oración y se persignó. Yo me quedé paralizada, viendo cómo mi mamá, Lucía, se acercaba a él con una dignidad rota.

—Ernesto, por favor… —le suplicó—. Si alguna vez me amaste, te pido solo una cosa: espera un año antes de pedir el divorcio. Por tus hijos… por mí.

Papá bajó la mirada. No dijo nada más esa noche. El silencio era tan denso que sentía que me ahogaba. Los invitados se fueron uno a uno, murmurando entre dientes. La fiesta terminó en ruinas.

Esa noche no dormí. Escuchaba a mamá llorar en su cuarto y a Camila sollozar bajito en el suyo. Yo solo podía pensar en todo lo que habíamos perdido en un instante: la seguridad, la rutina, la idea de familia perfecta que siempre quise creer que éramos.

Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. Papá se mudó a un pequeño departamento en el centro de Monterrey. Venía a vernos los domingos, pero ya no era lo mismo. Se sentía como un extraño en su propia casa. Mamá intentaba mantener la normalidad: preparaba desayunos completos, ponía música alegre y nos obligaba a sentarnos juntos a cenar. Pero sus ojos estaban apagados.

Una tarde, mientras lavaba los platos con ella, me atreví a preguntar:

—¿Por qué le pediste que esperara un año?

Mamá suspiró y dejó caer un vaso al fregadero.

—Porque a veces el tiempo cura… o al menos aclara las cosas. Y porque no quiero que ustedes piensen que no luché por esta familia.

Yo no sabía si admirarla o sentir lástima. Mi papá, por su parte, parecía más ligero cuando lo veía; hablaba de sus nuevos amigos del trabajo, de los partidos de fútbol con sus colegas. Pero cuando nos despedíamos, su abrazo era torpe y sus ojos evitaban los míos.

Camila dejó de hablarle por completo. Se encerró en su mundo adolescente: audífonos puestos todo el día, mensajes secretos en el celular y salidas misteriosas con sus amigas. Una noche llegó tarde y mamá explotó:

—¡No eres la única que está sufriendo! ¡Aquí todos estamos rotos!

Camila gritó que odiaba esta familia y se encerró llorando. Yo me sentí invisible, como si mi dolor fuera menos válido porque era la hermana mayor y tenía que ser fuerte.

Los meses pasaron lentos y pesados. En Navidad, papá vino a cenar con nosotros. Trajo regalos envueltos con esmero: una bufanda para mamá, unos audífonos nuevos para Camila y un libro para mí. Cuando abrí el paquete y vi “Cien años de soledad”, no pude evitar reírme entre lágrimas.

—¿Me estás diciendo que así se siente esto? —le pregunté en voz baja.

Papá sonrió triste.

—A veces sí… pero también hay esperanza.

La esperanza era lo único que nos quedaba. Mamá empezó a ir a terapia; algunas veces me pedía que la acompañara. Hablábamos mucho sobre el miedo a estar sola, sobre cómo las mujeres en nuestra familia siempre habían soportado más de lo necesario por miedo al qué dirán.

Un día me confesó:

—No sé si quiero que vuelva… pero tampoco sé cómo seguir adelante sin él.

Yo tampoco tenía respuestas. En la escuela me costaba concentrarme; mis amigos notaban mi distancia pero nadie preguntaba nada. En México, hablar de divorcio sigue siendo un tabú en muchas familias; sentía vergüenza y rabia al mismo tiempo.

El año pasó volando y arrastrándose a la vez. Llegó el siguiente cumpleaños de papá. Esta vez no hubo fiesta ni pastel ni globos. Solo nosotros cuatro sentados en silencio en la sala.

Papá tomó la palabra:

—He pensado mucho este año… Sé que les fallé, pero también sé que necesito buscar mi propia felicidad. No quiero seguir haciéndoles daño con mentiras o ausencias.

Mamá asintió lentamente. Camila lloraba en silencio. Yo sentí una mezcla extraña de alivio y tristeza; al menos ya no habría más incertidumbre.

Esa noche salí al patio y miré las luces de la ciudad desde nuestro pequeño rincón en San Nicolás. Pensé en todo lo que habíamos vivido: las peleas, las lágrimas, los intentos fallidos de volver a ser una familia normal.

¿Vale la pena aferrarse a algo solo por miedo al cambio? ¿O es mejor soltar y buscar nuestra propia paz? A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo… o si aprenderé a vivir con este vacío.