El Regreso de Martha: Entre el Dolor y la Esperanza
—¿Y ahora qué vas a hacer, Martha? —La voz de mi mamá retumbó en la cocina, mientras yo, sentada en la mesa, apretaba la taza de café con las dos manos temblorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el tejado de la casa en el barrio Laureles, como si quisiera limpiar el dolor que me ahogaba por dentro.
No podía mirarla a los ojos. Sentía que si lo hacía, todo se derrumbaría. Mi papá, don Ernesto, fingía leer el periódico, pero yo sabía que estaba pendiente de cada palabra, cada suspiro. Mi hermana menor, Camila, me observaba desde la puerta, con esa mezcla de preocupación y rabia que sólo una hermana puede sentir.
—No sé, mamá —susurré—. No sé qué hacer.
Había dejado a Julián hacía apenas dos días. Lo encontré con otra mujer en nuestro apartamento, en El Poblado. No fue una pelea ni un grito; fue un silencio tan denso que me asfixió. Tomé mis cosas, llamé a un taxi y me vine aquí, a la casa donde crecí. Pero lo que nadie sabía era que llevaba seis semanas de embarazo. Un segundo hijo. Un secreto que me quemaba por dentro.
—¿Y los niños? —preguntó mi papá sin levantar la vista del periódico.
—Samuel está con Julián hoy —respondí—. Mañana lo traigo.
Mi mamá suspiró profundo. Se acercó y me acarició el cabello como cuando era niña.
—Mija, usted no está sola. Pero tiene que pensar en usted y en sus hijos. Julián no merece tus lágrimas.
Sentí las lágrimas subir como una marea imparable. No quería llorar delante de ellos, pero era imposible contenerlo. Camila se acercó y me abrazó fuerte.
—Ese man no vale la pena —me susurró al oído—. Pero tienes que decidir qué vas a hacer con tu vida.
La palabra «decidir» retumbó en mi cabeza toda la noche. Me acosté en mi antigua cama, rodeada de los peluches que Camila nunca quiso botar, y miré el techo mientras escuchaba los truenos lejanos. Pensé en Samuel, mi hijo de cuatro años, que dormía ajeno a todo en casa de su papá. Pensé en el bebé que crecía dentro de mí y en el miedo que sentía de enfrentarme a Julián otra vez.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos arepa con queso y chocolate caliente, mi mamá volvió al ataque:
—¿Vas a hablar con Julián?
—No quiero verlo —dije—. No sé si pueda perdonarlo.
Mi papá dejó el periódico y me miró por fin.
—Martha, uno no puede vivir huyendo del dolor. Tarde o temprano hay que enfrentarlo.
Sentí una punzada en el estómago. ¿Cómo podía enfrentarme a Julián si ni siquiera podía decirle a mi familia lo del embarazo? ¿Y si él no quería saber nada del bebé? ¿Y si mis papás se decepcionaban de mí?
Esa tarde fui a buscar a Samuel. Cuando llegué al apartamento, Julián abrió la puerta con cara de cansancio y arrepentimiento.
—Martha, por favor… déjame explicarte —dijo apenas me vio.
—No hay nada que explicar —le corté—. Vengo por Samuel.
Samuel salió corriendo y se abrazó a mis piernas. Julián me miró suplicante.
—¿Podemos hablar? Por favor… aunque sea cinco minutos.
Lo miré a los ojos y vi al hombre del que alguna vez me enamoré, pero también vi al hombre que me traicionó sin piedad. Dudé un segundo, pero Samuel tiró de mi mano y supe que no podía quedarme ahí ni un minuto más.
—No ahora —le dije—. Cuando esté lista te buscaré.
Esa noche, mientras Samuel dormía abrazado a su osito, me senté en la sala con mis papás y Camila. Sentí que era el momento de contarles la verdad.
—Tengo algo que decirles —dije con voz temblorosa—. Estoy embarazada otra vez.
El silencio fue absoluto. Mi mamá se tapó la boca con las manos; mi papá se quedó inmóvil; Camila soltó un suspiro largo.
—¿De Julián? —preguntó mi papá finalmente.
Asentí sin poder hablar.
Mi mamá rompió a llorar y me abrazó fuerte.
—Ay, mija… esto es muy duro, pero aquí estamos para ti. No importa lo que decidas hacer.
Camila se acercó y me tomó la mano.
—No tienes que volver con él sólo porque estás embarazada —me dijo—. Tú vales mucho más que eso.
Sentí una mezcla de alivio y miedo. Alivio porque ya no cargaba sola ese secreto; miedo porque ahora tenía que decidir qué hacer con mi vida y la de mis hijos.
Los días siguientes fueron una montaña rusa de emociones. Julián me llamaba todos los días, suplicando una oportunidad para hablar. Mis papás discutían entre ellos sobre si debía darle otra oportunidad o no. Camila me animaba a buscar ayuda psicológica y pensar primero en mí.
Una tarde lluviosa, mientras veía a Samuel jugar con sus carritos en el piso de la sala, sentí una fuerza nueva dentro de mí. Pensé en todas las mujeres que conocía: mi mamá, que había criado a dos hijas casi sola cuando mi papá perdió el trabajo; mi tía Lucía, que se divorció y salió adelante vendiendo empanadas; mi vecina Rosa, que crió a sus nietos cuando su hija se fue para España buscando un futuro mejor.
Me di cuenta de que no estaba sola ni era débil por sentir miedo o dolor. Era humana. Y tenía derecho a decidir por mí misma.
Esa noche llamé a Julián y le pedí vernos en un café cerca del parque de Belén. Cuando llegó, lo vi más flaco y ojeroso que nunca.
—Estoy embarazada —le solté sin rodeos—. Pero eso no significa que voy a volver contigo.
Julián se quedó mudo unos segundos, luego empezó a llorar como nunca lo había visto antes.
—Perdóname… te juro que fue un error… yo te amo…
Lo escuché sin interrumpirlo. Cuando terminó, le dije:
—No sé qué va a pasar entre nosotros. Pero ahora tengo que pensar primero en mí y en mis hijos. Si quieres ser parte de sus vidas, tendrás que demostrarlo con hechos, no palabras.
Me levanté y salí del café sintiéndome más ligera. Por primera vez en semanas respiré profundo sin sentirme ahogada por el miedo o la culpa.
Volví a casa esa noche y abracé a Samuel tan fuerte como pude. Mi mamá me miró desde la cocina y sonrió entre lágrimas.
Hoy sigo viviendo con mis papás mientras decido qué hacer con mi vida. El futuro es incierto, pero ya no tengo miedo de enfrentarlo. Aprendí que pedir ayuda no es debilidad y que ser madre soltera no es motivo de vergüenza.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más estarán viviendo lo mismo en silencio? ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda o creer que merecemos algo mejor? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?