El Silencio de Mis Hijos
—¿Por qué no me llaman? —me pregunté en voz baja, mientras el vapor del café se mezclaba con el aire frío de la mañana. Sentada en la mesa de la cocina, veía a través de la ventana cómo el sol apenas tocaba los tejados de las casas humildes de mi barrio en Jalisco. Mis manos, ya arrugadas y temblorosas, sostenían la taza como si fuera un ancla en medio de la tormenta de mis pensamientos.
Mi hija menor, Mariana, entró apurada, recogiendo su mochila y dándome un beso rápido en la frente. —Mamá, regreso en la tarde. No te olvides de tomar tus medicinas. —Su voz era dulce, pero su mirada estaba cargada de preocupación. Ella y su hermana, Lucía, se turnaban para cuidarme desde que mi salud empezó a flaquear. Ellas eran mi sostén, mi compañía constante. Pero mis hijos…
No recuerdo la última vez que escuché la voz de Javier, el mayor. Ni cuándo fue que Daniel dejó de venir los domingos a comer birria conmigo. Y Tomás… Tomás solo manda mensajes cortos por WhatsApp, siempre ocupado, siempre lejano. ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía?
A veces pienso que fue culpa mía. Mi esposo, Ernesto, era un hombre duro, de esos que creen que los hombres no deben llorar ni mostrar debilidad. Yo intentaba compensar su severidad con cariño, pero quizás no fue suficiente. Recuerdo una tarde lluviosa, hace años, cuando Javier llegó a casa con los ojos rojos y los puños apretados. —¿Qué te pasa, hijo? —le pregunté. Él solo murmuró: —Nada, mamá. Cosas de la escuela. Ernesto lo miró desde el sillón y dijo: —Que aprenda a defenderse solo.
Esa noche escuché a Javier llorar en silencio en su cuarto. Quise entrar y abrazarlo, pero el miedo a contrariar a Ernesto me detuvo. ¿Fue ahí cuando empezó el silencio?
Los años pasaron entre fiestas familiares, peleas por tonterías y reconciliaciones a medias. Mis hijas crecieron aprendiendo a hablar de sus sentimientos; mis hijos aprendieron a callar los suyos. Cuando Ernesto murió hace cinco años, pensé que tal vez las cosas cambiarían. Pero la ausencia de su padre solo hizo más grande la distancia entre nosotros.
—Mamá, ¿por qué no les llamas tú? —me preguntó Lucía una tarde mientras me ayudaba a doblar la ropa.
—No quiero molestar —le respondí—. Ellos tienen sus vidas.
—Tú eres su madre —insistió ella—. No eres una carga.
Pero yo sentía que sí lo era. Cada vez que llamaba a Javier, contestaba su esposa: —Ay, suegra, está ocupado en el trabajo. Le digo que le llamó. Daniel siempre tenía una excusa: el tráfico de Guadalajara, los niños enfermos, el cansancio del día. Tomás ni siquiera respondía las llamadas; solo mandaba audios apresurados.
Una noche no pude más y marqué el número de Javier. El teléfono sonó largo rato antes de que contestara.
—¿Mamá? ¿Todo bien? —Su voz sonaba lejana, como si estuviera hablando desde otro mundo.
—Solo quería saber cómo estabas —le dije—. Hace mucho que no te veo.
—He estado muy ocupado… El trabajo… Ya sabes cómo es esto.
—¿Y tus hijos? ¿Cómo están?
—Bien, bien… Mira, mamá, te llamo luego, ¿sí? Estoy entrando a una junta.
La llamada se cortó y sentí un vacío en el pecho tan grande como el silencio que dejó Ernesto cuando se fue.
A veces escucho a las vecinas hablar de sus hijos: que si uno les trajo flores por el Día de las Madres, que si otro las llevó al médico o les arregló la casa. Yo sonrío y finjo que todo está bien. Pero por dentro me pregunto si alguna vez volveré a escuchar reír a mis hijos en esta casa.
Mariana y Lucía hacen todo lo posible por llenar ese vacío. Me llevan al parque los domingos, me ayudan con las compras y hasta me enseñaron a usar Facebook para ver fotos de mis nietos. Pero nada reemplaza esa sensación de tener a toda la familia reunida alrededor de la mesa, riendo y discutiendo como antes.
Un día Mariana llegó con una noticia: —Mamá, Javier viene este fin de semana con su familia.
Sentí una mezcla de alegría y miedo. ¿Qué le diría después de tanto tiempo? ¿Cómo rompería ese muro invisible?
El sábado preparé birria como en los viejos tiempos. Puse la mesa con los platos bonitos y hasta saqué las fotos viejas del álbum familiar. Cuando Javier llegó, lo abracé fuerte, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba antes de relajarse poco a poco.
Durante la comida hubo silencios incómodos y miradas esquivas. Sus hijos jugaban con sus celulares; su esposa hablaba poco. Al final, cuando todos se fueron al patio, me quedé sola con Javier en la cocina.
—Hijo… ¿Por qué ya no vienes? —le pregunté con voz temblorosa.
Él bajó la mirada y murmuró: —No sé… A veces siento que aquí no encajo… Que nunca fui suficiente para papá…
Me acerqué y tomé sus manos entre las mías.—Tú siempre fuiste suficiente para mí —le dije—. Si alguna vez te hice sentir lo contrario… perdóname.
Javier me miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas.—Yo también te extraño, mamá —susurró.
Esa noche lloré en silencio, pero por primera vez sentí que algo había cambiado. Quizás no pueda recuperar el tiempo perdido con mis hijos, pero aún puedo intentar sanar las heridas.
Ahora cada vez que escucho el teléfono sonar, mi corazón late con esperanza. Y aunque el silencio sigue siendo parte de mi vida, ya no es tan pesado como antes.
Me pregunto: ¿Cuántas madres viven este mismo silencio? ¿Cuántos hijos se alejan sin saber cuánto duele? ¿Será posible volver a unir lo que el tiempo y el orgullo separaron?