En nombre del amor: El cruce de dos destinos en la Avenida Bolívar
—Disculpa, ¿me puedes decir dónde queda la Avenida Bolívar? Llevo rato dando vueltas y nadie sabe decirme —me preguntó un muchacho alto, con una gran mochila negra colgada al hombro, mientras el sol de la tarde caía a plomo sobre la Plaza Venezuela.
Me detuve en seco. No era común que alguien se me acercara así, tan directo, en medio del caos de Caracas. Lo miré de arriba abajo, desconfiada. —¿Ese es el nuevo método para conocer chicas? —le respondí, arqueando una ceja.
Él sonrió, mostrando unos dientes perfectos y una mirada que parecía esconder más de lo que decía. —Me llamo Andrés. ¿Y tú?
—Magda —contesté, apretando el bolso contra mi pecho. Estaba a punto de seguir mi camino cuando sentí que algo en su voz me detenía. No sé si fue la forma en que pronunció mi nombre o el leve temblor en sus manos, pero algo me hizo quedarme.
—¿Te puedo acompañar? Es que… —dudó un instante— es mi primer día en la ciudad y todo me parece tan grande, tan distinto a Maracaibo.
No sé por qué acepté. Quizás porque yo también me sentía perdida, aunque llevara toda mi vida aquí. Caminamos juntos entre vendedores ambulantes y el ruido de los carros. Me contó que había venido a buscar trabajo, que su mamá estaba enferma y él era el mayor de tres hermanos. Yo le hablé de mi familia: mi papá taxista, mi mamá costurera y mi hermana menor, Lucía, que soñaba con ser bailarina.
—¿Y tú? ¿Qué sueñas? —me preguntó de repente.
Me quedé callada. Nadie me lo había preguntado antes. —No sé… supongo que con salir de aquí algún día. Irme lejos, donde no tenga que preocuparme por si mañana habrá comida o si mi papá volverá sano a casa.
Andrés asintió en silencio. Caminamos hasta la parada del metro y ahí nos despedimos. Pensé que no lo volvería a ver, pero al día siguiente apareció frente a la panadería donde trabajo los fines de semana.
—¿Te molesta si te acompaño otra vez? —preguntó tímido.
Así empezó todo. Día tras día, Andrés se convirtió en parte de mi rutina. Me esperaba a la salida del trabajo, me ayudaba a cargar las bolsas del mercado y hasta me enseñó a bailar gaitas en diciembre. Mi mamá empezó a sospechar.
—¿Quién es ese muchacho? —me preguntó una noche mientras lavábamos los platos.
—Un amigo —mentí.
—Ten cuidado, Magda. Aquí nadie da nada gratis —me advirtió.
Pero yo ya estaba enamorada. Andrés era diferente a todos los chicos del barrio. Tenía sueños, hablaba de esperanza y futuro como si fueran cosas posibles. Me hacía sentir que yo también podía tener una vida distinta.
Un viernes por la tarde, mientras tomábamos refresco en la plaza, Andrés me confesó su secreto.
—Magda, tengo que decirte algo… Mi papá está preso. Lo metieron por un robo que no cometió y desde entonces todo ha sido cuesta arriba para nosotros.
Sentí un nudo en el estómago. Sabía lo que era cargar con la vergüenza ajena; mi tío había estado preso también y la gente nunca dejaba de murmurar.
—Eso no cambia nada para mí —le dije, tomando su mano entre las mías.
Pero sí cambió. Mi papá se enteró y armó un escándalo en casa.
—¡No quiero a ese muchacho cerca de ti! ¡No quiero problemas con esa gente! —gritó furioso.
Lloré toda la noche. Andrés me llamó pero no contesté. Mi mamá intentó consolarme, pero yo solo quería desaparecer.
Pasaron días sin vernos. Andrés dejó de ir a la panadería y yo sentía que me faltaba el aire. Una tarde, Lucía llegó corriendo a casa:
—¡Magda! ¡Andrés está en problemas! Lo están buscando unos tipos del barrio porque dicen que robó una moto.
Salí corriendo sin pensarlo. Lo encontré escondido detrás de una vieja casona, temblando de miedo.
—¡Yo no fui! ¡Te lo juro! Solo estaba ayudando a un amigo y ahora todos creen que soy culpable —me dijo entre sollozos.
Lo abracé fuerte. Sabía que tenía que ayudarlo, aunque eso significara enfrentarme a mi familia y al barrio entero.
Esa noche le pedí ayuda a mi papá. Le rogué que hablara con sus amigos taxistas para averiguar quién estaba detrás del rumor. Al principio se negó, pero al verme tan desesperada accedió.
Días después, se supo la verdad: el verdadero ladrón era el hijo del jefe del consejo comunal, pero nadie se atrevía a señalarlo por miedo a represalias. Andrés quedó libre de culpa, pero el daño ya estaba hecho. La gente seguía mirándolo con desconfianza y mi papá nunca volvió a aceptarlo del todo.
A pesar de todo, seguimos viéndonos a escondidas. Soñábamos con irnos juntos a otro país, empezar de cero lejos de los prejuicios y la pobreza. Pero la vida tenía otros planes.
Una tarde, mientras esperábamos el autobús para ir al Parque del Este, recibí una llamada urgente: Lucía había tenido un accidente en la academia de baile y estaba grave en el hospital.
Corrimos como locos hasta allá. Mi mamá lloraba desconsolada y mi papá no dejaba de maldecir su suerte. Los médicos dijeron que Lucía necesitaba una operación costosa o perdería la movilidad en las piernas.
Andrés no dudó ni un segundo: vendió su teléfono y su vieja bicicleta para ayudar con los gastos. Yo trabajé doble turno en la panadería y hasta mi papá aceptó hacer carreras extras por las noches.
Gracias al esfuerzo de todos y a una colecta entre vecinos, logramos reunir el dinero para la operación. Lucía salió adelante y poco a poco volvió a caminar.
Ese episodio nos unió más como familia, pero también marcó el final de mi historia con Andrés. Su mamá empeoró y él tuvo que regresar a Maracaibo para cuidarla junto a sus hermanos menores.
Nos despedimos entre lágrimas en la terminal de autobuses.
—Prométeme que vas a seguir luchando por tus sueños —me dijo antes de subir al bus.
—Solo si tú prometes volver algún día —le respondí con la voz quebrada.
Han pasado tres años desde entonces. Sigo trabajando en la panadería y ayudando a Lucía con sus terapias. A veces recibo mensajes de Andrés contándome cómo va todo allá; otras veces solo guardo silencio y miro su foto en mi celular.
A veces me pregunto si hice bien en dejarlo ir o si debí luchar más por nuestro amor. ¿Cuántas veces dejamos pasar la felicidad por miedo al qué dirán o por las circunstancias? ¿Vale la pena renunciar al amor para proteger a quienes amamos?
¿Ustedes qué harían en mi lugar?